Entre los años 1740 y 1741 se representó en Francia una de las obras menores de Voltaire, la pieza teatral El fanatismo o Mahoma. El profeta. Parece ser que la obra disfrutó de un éxito de público considerable pero que su representación fue finalmente prohibida por la presión de la Iglesia católica. Y es que, tras la parodia del profeta musulmán, podía fácilmente deducirse que la intención del autor era llevar a cabo una crítica general al fanatismo monoteísta y, en concreto, al de la propia Iglesia católica.
Han pasado muchos años desde 1741 pero el asesinato de los periodistas de Charlie Hebdo no deja ninguna duda de las dificultades que encontraría hoy en día cualquier compañía teatral para representar esta obra de Voltaire en Francia, o en cualquier otro país europeo. Sin embargo, creo que conviene analizar con algo de detenimiento el paradigma del nuevo blasfemo y cuál es el alcance real de las nuevas amenazas a la libertad de expresión provenientes de la censura religiosa en los viejos Estados de Europa. Aunque algunos han querido trazar forzados paralelismos, poco tiene que ver la vieja problemática de la tipificación de la blasfemia con las amenazas a las que se enfrentan quienes, como los periodistas de Charlie Hebdo, integran al islam como objeto de crítica dentro de la más irreverente tradición de la libertad de expresión.
Ciertamente, la tipificación penal de la blasfemia ha sido una constante en los códigos penales de las viejas naciones europeas, un delito que tenía su fundamento en la propia confesionalidad que ha caracterizado en algún momento de su historia a la totalidad de los países europeos, por más que alguno se empeñe en que ese atavismo ha sido algo exclusivo del Estado español. En realidad, hasta el último tercio del siglo XX, la blasfemia no ha empezado a desaparecer de las distintas legislaciones penales europeas. A esta paulatina derogación contribuyeron mucho los grandes blasfemos, es decir, los artistas, esos nunca bien ponderados héroes de la libertad de expresión que, sobre todo a partir de la modernidad artística, se han erigido en profanadores naturales del tabú dentro de nuestras sociedades. Pero sin duda, ha sido también el propio hecho de que la secularización haya avanzando en unas naciones, las europeas, cada vez más plurales en lo religioso, lo que ha ido paulatinamente privando de razón de ser a la tipificación penal de la blasfemia.
Como dijera el juez de la Corte Suprema americana Felix Frankfurter, la pluralidad religiosa hace imposible una noción común de lo sagrado y, por lo tanto, priva de razón de ser a cualquier protección frente a lo sacrílego. Es por eso que, en un país radicalmente plural en lo religioso como Estados Unidos, la tipificación de la blasfemia fue declarada inconstitucional ya en 1953, con la emblemática sentencia 'Joseph Burstyn, Inc. v. Wilson', que entendió que la película de Rossellini El milagro, en la cual se retrataba a la Virgen María como una campesina demente, estaba ampara por la Primera Enmienda de la Constitución.
El sobrevenido pluralismo religioso europeo ha tenido como consecuencia que el delito de blasfemia haya sido sustituido por nuevos tipos penales donde ya no es la religión del Estado el bien jurídico protegido, sino los sentimientos religiosos de los ciudadanos, independientemente de la religión que estos profesen. Esta nueva lógica a la que aludimos es la que subyace tras el artículo 525 del Código español y también tras la legislación penal irlandesa, alemana, inglesa o danesa, por poner solo algunos ejemplos paradigmáticos.
En cierta medida, proteger la paz social, evitando provocaciones obscenas a las comunidades religiosas, es el fin último de una legislación penal cuya aplicación judicial, no hay que olvidarlo, ha sido prácticamente testimonial y, en la mayoría de los países, inédita. En el entorno europeo solamente Grecia nos ofrece algún ejemplo reciente de condena por blasfemia, al amparo de un tipo penal en el que, en este caso, todavía subsiste un claro sesgo de confesionalidad en tanto que ofrece protección penal específica a la Iglesia ortodoxa griega.
Sin duda alguna, la escasa aplicación de estos tipos penales no impide denunciar su potencial represivo y su falta de adecuación a una idea genuinamente liberal de la libertad de expresión. En este sentido, el citado art. 525 debería derogarse. Un argumento de autoridad, en este caso, podría ser el del profesor de Columbia Jeremy Waldron, tal vez el más conocido defensor de la necesidad de tipificar penalmente el denominado 'discurso del odio', quien, sin embargo, ve incompatible con los presupuestos de la cultura liberal la protección penal frente a aquellos discursos que van dirigidos no contra lo que nosotros somos, sino contra lo que nosotros pensamos, sentimos o creemos. Como diría el gran Bernard Shaw, una sociedad libre ha de asumir que las ideas o creencias se pueden maltratar sin rozar la piel de su autor.
En cualquier caso, la censura a los viejos blasfemos, a quienes se les aplicaba “el derecho de la moralidad” y que se situaban como outsiders de la comunidad política por mostrar su irreverencia a los dogmas de la religión propia de su país, tiene poco que ver con la censura que sufren los nuevos blasfemos de la postmodernidad, que estarían bien representados, entre otros, por los caricaturistas de la publicación danesa Jyllands-Posten, el escritor Salman Rushdie, el malogrado director de cine Theo Van Gogh o los humoristas de Charlie Hebdo.
Una diferencia clave entre unos y otros es que si bien los viejos blasfemos se situaban como outsiders al provocar contra los fundamentos religiosos y morales, en definitiva, contra el ethos cristiano de su comunidad, los nuevos blasfemos son verdaderos insiders de la comunidad política en la que viven. Es más, son expresión máxima de uno de los valores morales sobre los que se edifica esta comunidad como es la libertad de expresión. Es por este motivo que algún autor como Todorov, reflexionando sobre la cuestión de las caricaturas de Mahoma, insistía en su día en que era mucho más incómoda y más épica la situación del viejo blasfemo, quien desde la marginalidad de su comunidad política se atrevía a cuestionar la doctrina religiosa mayoritaria u oficial, que la del nuevo blasfemo, quien acomodado en los presupuestos culturales de su comunidad dirige su irreverencia frente a una minoría religiosa como el islam.
No sé si Todorov volvería a escribir hoy lo mismo, pero creo que el final que ha tenido la aventura irreverente de los humoristas de Charlie Hebdo deja claro que el nuevo blasfemo no es alguien carente de valentía o de épica. El nuevo blasfemo, al igual que el antiguo, se enfrenta también a una sanción de fundamento religioso por el ejercicio de su libertad de expresión; pero se trata de una sanción distinta, de una sanción, digamos, cruelmente postmoderna. Y esta sanción no tiene su origen en la moralidad estatal, con sus códigos represivos y sus órganos ejecutores, sino que su fuente es tremendamente difusa (fundamentalismo, Al Qaeda, EI…) pero su eficacia, ya lo hemos comprobado, puede ser dramáticamente certera y sin duda más severa que cualquier sanción que el Estado imponga a los ciudadanos por lo que estos dicen.
En este sentido, no debe pasarse por alto que en el asesinato de los periodistas de Charlie Hebdo no solo hay un atentado contra la libertad de expresión sino también contra la propia idea de Estado, comprendido como ente que monopoliza el uso de la fuerza en un territorio y que actúa sometido a la Constitución y a las leyes. Como ha escrito el profesor Pérez Royo, el asesinato de los periodistas ha sido lo más parecido a la ejecución de una sentencia, en definitiva, a la aplicación a los ciudadanos de una idea particular de justicia que desafía el monopolio estatal para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Es precisamente porque esta ejecución ha desafiado la propia idea de Estado, y de Estado de derecho, por lo que produce en todos nosotros un miedo singular, un miedo, podríamos decir, propiamente hobbesiano, el miedo de no vivir bajo un orden.
El asesinato de los humoristas de Charlie Hebdo es el último y el más dramático exponente de los tiempos ultramodernos que vive hoy la vieja Europa, enfrentada a desafíos líquidos, difusos, pero sin duda ciertos y de difícil solución. En este caso, valga por lo menos la experiencia acumulada para no hablar de tolerancia en vano, para no desdeñar las tareas de la libertad bajo la máscara tramposa del hedonismo hipercomprensivo y buenista. Pero, sobre todo, valga lo vivido para tener bien presente cuán mal consejero nuestro ha sido siempre el miedo a la hora de actuar. Je suis Charlie parece un buen punto de partida.