Corneliu Porumboiu es una de las puntas de lanza de la nueva hornada de cine rumano que, en la última década, ha destacado en los principales festivales cinematográficos. Además de tres largometrajes de ficción, el autor de 12:08, al este de Bucarest ha realizado un experimento: El segundo juego, una no-película sobre un no-partido de fútbol. Se trata de un documento mínimo, árido, surgido de la memoria personal y familiar. El resultado, de improbable estreno en las salas comerciales españolas, ha podido verse en el festival L’Alternativa. Hasta el día 8 de diciembre, puede visionarse por tiempo limitado a través de la plataforma online’Filmin.
Porumboiu nació en 1975. Se crió, por tanto, durante el gobierno de Nicolae Ceaucescu. Al comenzar la película, un rótulo revela un recuerdo de su infancia: “Yo tenía 7 años. El teléfono sonó. Un hombre me dijo que tenía que convencer a mi padre para que dejara de ser árbitro. Me dijo que, si fracasaba, un día él volvería a casa en un ataúd”. Tras ese texto introductorio, al espectador le espera la retransmisión televisiva real de un viejo derby futbolístico entre los dos equipos del régimen: el Steaua de Bucarest, vinculado al Ejército, y el Dinamo de Bucarest, vinculado a la Policía secreta.
El encuentro se celebra bajo una intensa nevada, en diciembre de 1988, un año y unos pocos días antes del violento final del dictador. Algunos aficionados reconocerán con dificultad, a causa de las condiciones meteorológicas y de la modestia del equipo de filmación, a algunos de los mejores exponentes del balompié rumano: Gica Hagi, Dan Petrescu, Ioan Lupescu… Tras la caída de Ceaucescu, todos ellos emigraron de manera casi inmediata hacia las principales ligas europeas.
Con el partido, comienza la charla que Porumboiu mantiene con su padre, que arbitró el encuentro, 25 años después. La película ofrece eso: fútbol y una charla moderna que lo acompaña. Nada más, y nada menos. El audiocomentario elevado a la categoría de experimento. El mismo entrevistado, si es que la palabra “entrevista” puede aplicarse, cree que a nadie le importa el pasado. El desinterés de uno contrasta con el interés del otro: el primer largometraje del cineasta ironizaba sobre la Rumanía socialista, sobre el olvido y la falsificación de la memoria. No es una preocupación excepcional: varios hitos del nuevo cine rumano se ambientan durante la dictadura.
Porumboiu padre, Adrian, explica cosas interesantes, especialmente en unos primeros minutos que sitúan al público contemporáneo en el contexto de la época. Ejército y policía vigilaban a los árbitros para chantajearlos y que favoreciesen a sus respectivos equipos. Algunos jueces de línea ejercían de informantes. Es un ejemplo de la parte más grotesca de un Estado represivo: el uso de recursos en beneficio de dos clubes de fútbol. El deporte de élite, habitualmente usado con fines propagandísticos, se convierte además en escenario de rencillas entre poderes.
Una no-película de cosas no dichas
El director apuesta por sugerir. No ha escogido como telón de fondo para su charla el sainete producido en 1987, en una final de Copa, con un gol anulado por fuera de juego, con un equipo que se retiró en gesto de protesta… y al que se le dio el título unas horas después. Quizá usar ese partido, al que aluden Corneliu y Adrian en un momento de su conversación, hubiese sido demasiado obvio: una denuncia explícita de las arbitrariedades. Y sus imágenes, demasiado llamativas, desviarían la atención de la conversación.
El derby de diciembre de 1988, en cambio, es papel pintado, bello y monótono. Y ese despliegue atlético en condiciones difíciles, un esfuerzo casi sin sentido, se convierte en simbólico. Los dos equipos, los dos brazos armados del poder político, se dejan la piel en un campo nevado que se embarra. Uno y otro se anulan: empatan a cero, mientras un país les observa. Corneliu reivindica la plasticidad de unas imágenes que, a causa de la baja calidad de la grabación y lo tupido de la nevada, tienen un aspecto muy particular. Adrian afirma despectivamente que el campo parece una granja, y sólo admira el esfuerzo de los jugadores.
A menudo, aparecen unos silencios que el cinesta no intenta evitar. Y afloran maneras de pensar que pueden retratar una época: el árbitro apenas acepta un error, se escuda en la ley de la ventaja. Casualmente o no, deja jugar a los peones de la Policía y el Ejército. Su política de intervención mínima choca en un contexto totalitario. Sus explicaciones tienen aires de disculpa: eran otros tiempos, antes todo era diferente. Adrian Porumboiu prefiere hablar de fútbol que de política, no quiere recordar. Y su ansia de olvido parece común a muchos supervivientes de dictaduras, recientes y no tan recientes.