Philip Ball (Londres, 1962) tenía previsto visitar Madrid hace varias semanas. Iba a hablar de su último libro traducido al castellano, Curiosidad. Por qué todo nos interesa, pero una lesión futbolística le obligó a retrasar su viaje. Se presenta a la entrevista en la sede de la Fundación Telefónica con una sujeción en la pierna derecha. “El médico me ha dicho que debería dejar el fútbol, pero ya sabes cómo son, siempre quieren acabar con tu carrera antes de tiempo”, comenta. A sus 52 años, Ball, editor de la revista Nature durante dos décadas y colaborador de algunos de los medios de comunicación científica más prestigiosos del mundo, sigue en forma y pretende volver a las canchas en un año.
El vitalismo físico del británico no es menor en el aspecto intelectual. Ha escrito casi 17 libros sobre los temas científicos más diversos, desde por qué nos gusta la música hasta la importancia de las formas en la naturaleza. En su último trabajo, Ball nos lleva hasta los orígenes de la revolución científica que lideraron Galileo Galilei o Isaac Newton con sus telescopios, o Robert Hooke con su microscopio. Muestra un periodo de transformaciones en el que las prácticas mágicas o religiosas formaban parte del trabajo de los científicos de la época y ofrece claves sobre los cambios sociales, políticos y económicos que liberaron las riendas de la curiosidad y permitieron nacer a un nuevo mundo.
La curiosidad está en nuestra naturaleza, pero no siempre ha estado bien vista. ¿Por qué?
Ser inquisitivo está definitivamente en nuestra naturaleza. Hay razones evolutivas para que eso sea así, porque nos permite adaptarnos mejor al entorno. Pero lo que la gente entendió por curiosidad con una connotación negativa era un poco diferente. En los tiempos antiguos la curiosidad se entendía como estar interesados en temas que no nos conciernen. Así que hay algunas cosas sobre las que está bien preguntar, y Aristóteles y Platón hacían preguntas sobre ellas. Pero hay otras que se ven como triviales o como que no son de nuestra incumbencia.
Esto era así en la Grecia antigua pero fue particularmente visto de este modo por la Iglesia, que pensaba que había algunas cosas que Dios no quería que supiésemos. Esta era la actitud hacia la curiosidad en la Edad Media y yo argumento que las cosas tuvieron que cambiar antes de que la ciencia moderna se pudiese instaurar, porque en la ciencia moderna aceptamos que se puede preguntar cualquier pregunta sobre cualquier cosa, incluso preguntas que parecen increíblemente triviales. Eso empezó a ser posible al final del siglo XVI y principio del XVII.
¿Qué pasó para que la curiosidad sin límite perdiese su mala fama?
Hubo una mezcla de cosas. Una de ellas fue la idea de que no ibas a encontrar necesariamente todas las respuestas en los textos antiguos de los autores griegos y romanos. En la Edad Media era lo que la gente tendía a pensar. Si tienes una pregunta sobre la naturaleza, vas a Aristóteles y él te dará la respuesta. Pero en el Renacimiento se empezó a cuestionar a los antiguos escritores, a pensar que quizá no lo sabían todo y que algunas cosas las teníamos que averiguar por nosotros mismos.
Creo que eso resultó aún más claro una vez que la gente en Europa occidental, particularmente en España, empezó a explorar el mundo y a encontrar plantas y animales diferentes y costumbres y gente distintas sobre los que los griegos nunca supieron nada y sobre los que no podías leer nada en los libros antiguos. Eso dio también un nuevo ímpetu a la curiosidad, esta necesidad para descubrir el mundo a través de la experiencia y el experimento.
¿Hubo movimientos como este en otros lugares del mundo?
Se da el caso de que en los siglos IX, X y XI, gran parte del aprendizaje, incluido el aprendizaje científico, se mantuvo con vida en los países islámicos y árabes. Los árabes en particular estaban muy interesados en la química, con aplicación a oficios prácticos, y ellos hicieron descubrimientos propios que también nos transmitieron, experimentando con sustancias y transformándolas. En otras partes del mundo, hubo tiempos en que algunas naciones fueron particularmente inquisitivas.
En el siglo XV hubo un gran movimiento de exploración en China, comenzaron a explorar el este asiático, pero después hubo una decisión política para detener esa exploración. Si no hubiesen parado esa exploración, quién sabe lo que hubiese sucedido. Quizá China se habría abierto más y habría desarrollado una cultura más proclive a hacer preguntas, pero parece claro que fue el entorno político el que, en lugar de hacer eso, decidió que el país se cerrase en sí mismo. Lo mismo pasó en el mundo árabe sobre la misma época, en la que un cambio de dinastía provocó un giro conservador y un cambio en su forma de explorar el mundo.
La orientación particular de algunos programas públicos de financiación de la ciencia, más definidos hacia una orientación práctica, ¿es un paso atrás respecto a aquella búsqueda de los primeros científicos a los que impulsaba solo la curiosidad?
Con frecuencia los científicos tienen una idea romántica sobre lo que la curiosidad debiera ser y significar. Creo que se puede entender por qué algunos científicos se quejan de que cada vez más se les pide que justifiquen lo que están haciendo en términos económicos, y algunas veces en muy poco tiempo. Cuando escribes una propuesta de financiación para un proyecto, te pueden preguntar cómo va a beneficiar a la sociedad en dos años y eso es una locura. Pero creo que la ciencia siempre ha estado motivada por preocupaciones prácticas de la sociedad y creo que así debe ser.
Algunos de los retos más grandes a los que nos enfrentamos merecen que pongamos muchos recursos en su resolución. Creo que es válido que nos enfoquemos en cómo vamos a solucionar los problemas de la polución, el cambio climático o el agua. Pero todo es cuestión de cómo lo hagamos. Si estás esperando resultados en dos años, no es la forma en que funciona. Y creo que también habrá que dejar espacio para investigaciones que no tienen ningún objetivo práctico. Es saludable para cualquier sociedad ser capaces de dedicar una cierta cantidad de dinero para explorar preguntas como las que puede responder el LHC [el Gran Colisionador de Hadrones, en la frontera entre Suiza y Francia, que intenta desvelar qué ocurrió en el origen del universo].
Algunas veces me preocupa que incluso los científicos piensan en cómo justificar estos proyectos como el LHC o el programa espacial en términos de empresas spin-offs o de la actividad económica que puedan generar. Si se analiza, no son muchas y si quisieses crear esas spin-offs lo podrías hacer de una manera mucho más barata. No necesitamos estas justificaciones para proyectos como el LHC. Una sociedad sana debería poder explorar estas cuestiones simplemente porque están ahí.
Habla de que, en el pasado, instituciones como la Iglesia decían qué preguntas era correcto plantear y cuáles no. ¿No existe ahora una presión similar sobre algunas preguntas por parte de la ortodoxia científica?
Tengo sentimientos encontrados sobre este punto, porque simpatizo con alguna gente que dice que no hay preguntas en la ciencia que no se pueden plantear. Pero hay veces que te tienes que plantear por qué quieres hacer una pregunta. Pasa como en política, tu puedes decir algo haciendo una pregunta. Así que, por ejemplo, si alguien quiere estudiar las diferencias de inteligencia entre razas, habría que preguntarse por qué, y en ese caso no creo que sea difícil imaginar la motivación. Hay algunas preguntas que se deberían plantear con cuidado y preguntarse quién las hace y por qué.
Hace poco, en una entrevista publicada en Materia, Steven Pinker afirmaba que sugerir que los hombres y las mujeres son diferentes desde el punto de vista científico es tabú, y visto el revuelo que provocó puede tener algo de razón.
Me puedo imaginar a Pinker diciendo eso, aunque no sé si estoy muy de acuerdo; hay muchos estudios que miran a las diferencias entre hombres y mujeres. En principio puedes decir que hacer esa afirmación no es para tanto, pero puede ser para tanto por cómo se van a interpretar esos trabajos. En esa área, los resultados de las investigaciones pueden tener mucha influencia y convertirse en mitos populares porque se mezclan con nuestros prejuicios culturales. Y es algo que creo que los científicos no reconocen lo suficiente, que ese tipo de preguntas no se realizan en el entorno neutral en el que suelen pensar ellos, sino en una sociedad que tiene mitos muy establecidos sobre lo que es natural y lo que no.
Pero esta motivación también puede ser la que estaba detrás de la prohibición de hacer determinadas preguntas desde la religión, porque se creía que las respuestas a algunas preguntas podían ser malas para la sociedad.
Sí, creo que en algunos países islámicos esa puede ser la razón para estar preocupados porque se investigue la evolución. No porque vaya contra preceptos religiosos concretos, sino porque creen que puede crear inestabilidad social. Puedo entender por qué la gente tiene estas preocupaciones, aunque creo que en ese caso están mal planteadas. Creo que si hubiese evidencias, por ejemplo, de que hay diferencias en inteligencia entre razas, habría consecuencias sociales y políticas muy complejas. Eso no significa que no se puedan plantear este tipo de cuestiones, pero sí hay que ser conscientes del contexto en el que se están haciendo determinadas preguntas. Los científicos tienen que pensar en el contexto político en el que trabajan.
Información de Materia.