"Si esta es tu primera noche en el club, tienes que pelear" decía Tyler Dunden en la cinta de culto de David Fincher. Una cita que bien se podría aplicar a la peña marginal de Dallas Buyers Club y a su lucha contra las autoridades sanitarias estadounidenses. En los años 80, las licencias, patentes y registros de los medicamentos para el Sida seguían la línea de un gobierno que consideraba a los enfermos de VIH desviados y promiscuos. La película nada entre la ficción y la realidad de un drama médico-social que, sin embargo, no cae en la pornografía emotiva.
C.R.A.Z.Y y Café de Flore nos ponían en precedentes sobre el director y Philadelphia sobre la trama, pero en su visionado encontramos pocos indicios de las anteriores. Aunque en España llegue a destiempo a las salas, lo cierto es que Jean-Marc Vallée ha desvelado con bombo y platillo cada detalle de la producción. Desde la transexualización de Jared Leto hasta el derroche de kilos en el hombre de los pectorales dorados de playa. Pero no ha sido hasta su visionado cuando comprendemos que no se parece a nada y sobresale respecto a todo lo que se le haya podido comparar. El exhibicionismo inicial encuentra el equilibrio con un guión poco -aunque algo- autocomplaciente y dos interpretaciones que brillan bajo el maquillaje de 250 dólares.
El caso real, aderezado con los polvos mágicos de Hollywood, eleva la rentabilidad de su guión al máximo exponente. Ron Woodroof no es ningún paladín de la solidaridad. Sus motivos para eludir la legalidad y las imposibles restricciones de la FDA (Food and Drug Administration) se movían por el terreno del egoísmo. Las razones bien documentadas sobre el tema ya se recogieron en el documental de David France, Cómo sobrevivir a una plaga. El único medicamento homologado por aquella época era el AZT, que demolía las defensas de los enfermos de Sida. Los socios del "Club de los compradores de Dallas" se beneficiaron de un fármaco prohibido y que paliaba con mejores resultados los catastróficos efectos de la enfermedad. Así, nuestro antihéroe jugó un papel clave en la automedicación y la promoción de los nuevos tratamientos para el VIH, y su cruzada clandestina consiguió regalar meses de vida.
La McConaissance
Woodroof es el perfecto antagonista: misógino, drogadicto hasta la médula, homófobo y violento. Lo curioso es que terminas la película pensando que es -casi- el mismo desgraciado de los primeros minutos. Esa es una de las virtudes y diferencias con el libreto de Jonathan Demme, que no pretende realizar un ejercicio de humanidad fingida en sus personajes. Pero incluso eso es una licencia hollywoodiense.
Según amigos cercanos, el verdadero Ron era abiertamente bisexual y no llevaba unas relaciones tan agresivas como en la cinta. Lo que sí es cierto es que despertaba desconfianza entre la comunidad gay y su amistad -interesada- con un transexual fue su pasaporte para ampliar el mercado de medicamentos. El cabecilla gañán se presta mejor al híbrido de comedia y drama que busca Vallée y Matthew McConaghey cumple con él a la perfección. Nos encontramos ante lo que los medios han reconocido como la McConaissance.
Renace como si nunca hubiésemos visto sus pectorales corriendo por las playas californianas o como si nunca se hubiesen estrenado despropósitos del tipo Sáhara o Novio por contrato. La pérdida de peso hasta los límites del paroxismo tiene relación con su Oscar, porque ya se sabe que la Academia adora este tipo de sacrificios. Pero lo que de verdad se agradece es el entierro de la comedia ridícula y la apuesta por títulos complejos como Mud y proyectos como True Detective. Y cuando parecía que DiCaprio estaba en su monte de orégano, llegó Matthew diciendo que desde ahora vamos a ver lo que es bueno.
Pintalabios y tacones dignos de Oscar
Behind the candelabra o Mi nombre es Harvey Milk son algunos de los ejemplos de lo que gusta en la fábrica de los sueños feminizar a sus sex symbols. Hasta que llegó Rayon a nuestras vidas. Jared Leto se había prodigado poco por el cine últimamente, pero ha regresado por todo lo alto. Sabe ser frágil, vividora y fascinante a golpe de tacones y a fuerza de pestañeos. Estamos muy acostumbrados a ver lo bien que se lo pasan los actores cuando se plantan un pintalabios y se sueltan la melena. Era complicado que esto no fuese más de lo mismo.
Sin embargo, la 'tinkerbell' de Dallas nos deja para la memoria un par de escenas estremecedoras y emana profesionalidad por los cuatro costados. Pero Rayon no es menos oportunista que Ron Woodroof y por eso nos gusta tanto, no es el rol debilucho, sí el lacrimógeno. Aunque disimuladas, la película tiene unas pretensiones concienzudamente dignas del made in Hollywood. Y ese embrujo de la lucha entre David y Goliat, entre antihéroe y sistema. Y esa corrupción menos artificiosa que la del Lobo de Wall Street pero que nos sorprende nadando en divertidas lagunas jurídicas. Y ese encanto al que aludía Groucho Marx con su "nunca pertenecería a un club que admitiese a socios como yo".