Se dice del expresidente ucraniano, de Viktor Yanukóvich, que por la forma en que ha huido del país acabará como Sadam Hussein o Muamar El Gadafi, ahorcado o linchado, pero difícilmente en manos de un tribunal internacional. Según quien facilite los datos, en su fuga ha dejado sobre los adoquines de Kiev entre 80 y 100 muertos en esta semana trágica. La última cifra oficial, demasiado antigua, del pasado jueves, era de 75 víctimas y 447 hospitalizados.
La cifra más verosímil, una cifra no oficial aunque procede de fuentes oficiales chequeadas por este diario, es la de 82 víctimas mortales, 13 de ellas abatidas por francotiradores. Nueve eran policías o antidisturbios. De ellos sí hay versión oficial, seis agentes murieron "tiroteados". Eso sí, nadie ha mostrado de momento las presuntas huellas de las balas sobre sus cuerpos. A media tarde del lunes quedaban hospitalizados 405 ucranianos. En total, entre unos y otros, son 98 muertos desde que en noviembre se iniciaron las revueltas, el "cien celestial" del que Kiev habla atormentado.
En cualquier caso ha sido un festival de sangre con el que ningún presidente podía tener horizonte. Un presidente, un expresidiario, al que las potencias interesadas en ocupar la futura Ucrania (Bruselas, Washington y Moscú) tendieron el viernes un mágico puente de plata: desaparecido de repente, en helicóptero, ahora ya en "busca y captura", según han declarado las nuevas autoridades del país, por "asesinatos masivos".
Las fuentes consultadas indican que Yanukóvich pudo haber huido a la ciudad ucraniana de Járkov, a unos 400 kilómetros al Este de Kiev y a sólo 25 kilómetros de la frontera rusa, con intención de reunirse después con su hijo y sus familiares en el país gobernado por Vladimir Putin. El nombre de la ciudad no es seguro, pues nadie lo ha visto por allí. Pero que no cabe duda de que acude a la sombra de amigos y parientes a los que ha hecho multimillonarios.
Parece descartada la versión de que estaba en la región autónoma de Crimea, al sur, aunque se dan por válidas otras un tanto surrealistas que le situaban al sureste del país, en Donetsk, donde el domingo habría intentado tomar un vuelo regular hacia Moscú, pero las autoridades aeroportuarias se lo habrían impedido por carecer de "documentación en regla".
Todo indica que ha sido un enviado especial de Putin, colado a última hora del jueves entre la comitiva europea que ese día se entrevistó con Yanukóvich para poner fin al conflicto, quien llevaba preparada la sospechosa fuga del máximo dirigente del país. Su inesperada aparición se produjo al tiempo que Barak Obama amenazaba con sanciones al régimen de Kiev por la violencia de la policía.
A cambio de esa pertrechada fuga, los esperados caramelos: dimisión de Yanukóvich (que no se produjo, puesto que lo que se le ha facilitado ha sido una fuga); vuelta a la Constitución de 2004 (que recorta los omnipoderes presidenciales); promesa de elecciones anticipadas para el 25 de mayo (que para la Resistencia de Maidán quiere decir cambiar a unos corruptos por otros); amnistía para los detenidos durante las revueltas (eso era imprescindible); y liberación de la exprimera ministra Yulia Timoshenko (abucheada el sábado por un pueblo que hace tiempo que ya no cree en sus políticos y menos aún en ella, a la que consideran la candidata encubierta de Washington en las elecciones que se celebraron en 2004).
Pero ahora que ya dan por resuelto el problema ucraniano, la pregunta es: ¿y ahora quién paga los muertos?
Nadie contesta. Es más fácil hablar de la huida del tirano. Tiene más morbo.
La carrera de las potencias
Pero ayer mismo estaba abierta la subasta. Espectacular la carrera financiera por apoderarse del futuro de un país que ha descubierto tal cantidad de gas en su subsuelo que en siete años podría no tener que volver a depender de la energía que Rusia suministra y que es, en la actualidad, la que alimenta el total de la industria de Ucrania y gran parte calor de los hogares. Ucrania, una historia de ocupaciones y dependencias sucesivas en los últimos mil años. Una historia de lucha por la libertad que desde Occidente se ve como una revuelta vandálica de las hordas bárbaras.
De momento, Washington ha preparado ya para la firma con Kiev un tratado especial de comercio cuya rúbrica por ambas partes parece inminente. Obama arrima su interesado hombro para pagar los muertos. Ya ha ofrecido las ayudas económicas que sean precisas para consolidar el país y el nuevo Gobierno que surja de las urnas.
La oferta de un preacuerdo de integración en la Unión Europea sigue en pie, pese a que su rechazo por parte del fugado presidente fue el que desató las primeras jornadas de violencia. La oferta vuelve a estar sobre la mesa, reforzada ahora con una serie de acuerdos comerciales preferentes. También Europa simula así estar arrimando el hombro al precio de los muertos. A petición expresa de Londres y Berlín, Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), declaró el domingo su disposición a "financiar a la nueva" Ucrania.
Aquella primera tentativa de una Europa sedienta de gas fue saboteada desde Moscú por los miles y miles de millones de dólares contantes y sonantes que Putin entregó a Yanukóvich. Pero Rusia no piensa pagar los muertos. Esa deuda, mucho más que moral, la saldará en su momento, cuando casualmente aparezca el dictador en algún zulo exsoviético. Como Sadam Hussein, melenudo, barbudo y sin asear.
El desprecio por la clase política
Y mientras tanto, las cosas han cambiado en la antigua república soviética. Los verdaderos protagonistas de las revueltas, los "cieneuristas" ucranianos, ya no se fían de los nuevos rostros que puedan ofrecerles las urnas. En las elecciones de 2004, todavía luchaban por cambios de liderazgo. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que, desengañados de todos ellos, reclaman ante todo reformas constitucionales, mecanismos efectivos y jurídicamente inapelables para controlar precisamente el poder de los políticos. Un misterioso poder que en Ucrania, hasta ahora, ha legitimado y hasta legalizado la corrupción. Hasta el punto de que el hijo de Yanukóvich ha logrado, durante el mandato de su padre, el 50% de las adjudicaciones públicas de todo tipo de infraestructuras y la mano libre para ajustar sus "comisiones" en los acuerdos de suministro de gas renovados con Moscú. Ningún líder opositor ucraniano actual cuenta realmente con el apoyo del pueblo.
Prueba de esta incredulidad popular, abrasada por el hambre que se sufre y la impunidad con que viven sus líderes del Parlamento, fue el sábado el abroncado recibimiento que tuvo en el EuroMaidán la tan aparentemente querida Yulia Timoshenko. La gente, todavía sucia por los neumáticos quemados, todavía vendada por las heridas recibidas, coreaba que a Yulia se le dieran tres Oscar: al cinismo, a su interpretación melodramática y a su merecida poltrona en el infierno. Y no es que la gente no se alegre de su liberación. Es, sencillamente, que no quieren ni verla suelta por las calles. Ella representa al régimen recién huido.
Prueba de ello, también, es que a día de hoy la plaza no está desalojada ni las barricadas desmontadas ni desactivados los adoquines o los cócteles molotov. El más absoluto escepticismo reina en la fortaleza de la Resistencia, por más que los líderes políticos opositores que han hecho bandera de sus demandas celebren lo que consideran un triunfo sin dobleces.
Prueba de ello es que una reclamación absolutamente soberana, la de frenar la corrupción de los políticos y repartir el pan entre los ucranianos, se ha convertido en estos últimos tres meses en un falso dilema mediático de un pueblo al que consideramos poco menos que imbécil. Esto es, el dilema de un pueblo que parece estar dudando entre seguir a la sombra del Kremlin o arrimarse a un codiciado pasaporte comunitario que le permita hablar con Washington en igualdad de condiciones. Falso dilema mediático de un pueblo que en realidad no tiene la menor duda de lo que pretende: libertad y dignidad.
Y por eso, exclusivamente por eso y no por medrar a la sombra de las potencias, Ucrania ha dejado Kiev lleno de muertos. Y nadie responde a la primera de todas las preguntas: y estos muertos, ¿quién los paga?