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Libia, la pesadilla del inmigrante

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Olowushima quiere volver a su país, Nigeria, y olvidar la pesadilla que le supone vivir en Libia. “De un problema con la policía a otro desde que llegué, en octubre de 2012”, cuenta. Para él, cruzar el Mediterráneo y plantarse en Europa no es una opción: no quiere volver a ser víctima del tráfico de personas otra vez, como cuando llegó tras un tortuoso viaje de seis semanas, a través del desierto, por el que pagó mucho más de lo que estaba acordado.

La situación de inestabilidad que vive este país del norte de África desde la caída del régimen de Gadafi, en 2011, es un arma de doble filo para los inmigrantes subsaharianos que buscan un porvenir lejos de casa. Por un lado, el escaso poder del gobierno libio hace imposible controlar los más de 4.000 kilómetros que tiene de frontera con 6 países y facilita la concurrencia, convirtiendo el país en una puerta abierta hacia el norte. Por otro lado, esa misma inestabilidad y la inexistencia de un sistema legal sólido, dejan al migrante en una situación de desprotección total, expuesto en muchas ocasiones a los designios de traficantes, milicias o del mismo gobierno, que no goza de recursos ni formación.

Libia es un país rico en petróleo y los poco más de 6 millones de habitantes hacen que la mano de obra extranjera sea necesaria. Por eso, todas las mañanas, en muchas calles de Trípoli, cientos de migrantes esperan en grupos a que alguien les contrate para trabajos eventuales. Suelen juntarse por gremios: obreros, pintores... o bien por nacionalidades, abarcando casi todos los países del centro y norte de África. De todos ellos, los subsaharianos son los más vulnerables.

Olowushima cuenta su historia mientras las autoridades deciden qué van a hacer con él. “Me detuvieron ayer, camino a casa. Volvía de la embajada de Nigeria, donde había pedido un certificado de viaje para poder volver a mi país”, relata mientras deciden su destino, junto a tres inmigrantes de Ghana, uno de Camerún y otro de Chad.

Con base en el zoo de la capital, Saad Gharsala lidera la policía de inmigración del Ministerio del Interior donde se encuentra Olowushima. No es un cuerpo muy especializado, ya que ejerce oficialmente desde noviembre de 2012 sin experiencia previa alguna. Anteriormente, Gharsala y sus hombres eran la brigada de los Libres de Tripoli, un grupo de rebeldes que luchó contra el ejército de Gadafi y se instaló en el zoo para protegerlo. “Además de trabajar con inmigrantes, estamos protegiendo el zoo, no podemos salir”, dice Gharsala, cuyos hombres han empezado a formarse en academias de policía.

Pero parece claro que la nueva policía de inmigración no está bien entrenada. Olowushima cuenta que los agentes les hacen limpiar los coches patrulla. “No nos podemos negar”, dice, “pero hay un truco: si los limpias mal, los demás no te piden que lo hagas”. Al salir de la sala veterinaria donde Olowushima espera su destino, dos inmigrantes limpian, efectivamente, uno de los coches estacionados. Los agentes no parecen preocupados por la presencia del grupo de periodistas, que graba la escena en video.

En cualquier caso, los hombres de la unidad, los mismos que lucharon en la batalla de Trípoli como rebeldes, hacen hoy redadas aleatorias en una conocida rotonda de la ciudad donde el tráfico es intenso. Allí revisan la documentación de los migrantes y, si no está en regla, les llevan al zoo para estudiar el caso y hacer exámenes médicos. En muchos casos, los retenidos quedarán libres, pero otros no tienen la misma suerte: se les enviará a uno de los 20 campos de detención repartidos por todo el país.

Y aquí comienza la pesadilla.

En una carretera secundaria, en mitad de ninguna parte, se asienta uno de los dos campos de detención de inmigrantes de la ciudad de Gheryan, 80 kilómetros al sur de Trípoli. Éste es uno de los pocos que todavía está controlado por una milicia local y no por el gobierno. Pasamos la mañana con los líderes del pueblo, que consienten nuestra visita al campo de detención.

El campo está dividido en dos zonas. La primera, en la entrada, ocupada por barracones administrativos y servicios, como la cocina. La segunda, tras superar una nueva valla de seguridad, compuesta por 16 barracones, ocho a cada lado, con la puerta hacia la calle principal. Delante de cada barracón, un tanque de agua expuesto a la climatología es el recurso hídrico de los migrantes, a través de un grifo en la parte baja y una pequeña manguera, que hacen pasar por las rejas de la puerta.

Muchos de los retenidos están descalzos. “Tenemos muchos problemas”, cuenta Abd el Hakim, de Somalia: “no nos dan buena comida, no nos dan medicinas, nos torturan, no tenemos colchones ni mantas”. Los chicos, todos jóvenes, se apelotonan en la puerta de los barracones esperando al periodista, todos quieren hablar y explicar su situación, todos piden libertad a gritos, suplican ayuda.

“Fui un día a trabajar y al acabar la jornada, el hombre que me contrató no me quiso pagar. Llamó a la policía y, sin preguntar, me arrestaron”, relata un nigeriano. “Nuestras familias no saben nada de nosotros”, dice con las manos en la cabeza el eritreo Simon, quien asegura que le piden 1.600 dólares para dejarle en libertad. En el mismo barracón, después de que, uno a uno, todos los internos hayan expuesto sus opiniones, aparece uno con cara de niño: se llama Aout, tiene 14 años, es de Eritrea y lleva 4 meses retenido.

Durante la estancia de los periodistas, un guarda de seguridad se sienta en medio del campo. Delante de él, uno de los retenidos le dibuja un retrato. Al otro lado, otros guardas fuerzan a los internos de uno de los barracones a recoger la basura entre chillidos y amenazas. El panorama es desolador y no parece que los encargados del campo tengan una idea clara sobre lo que está bien y lo que está mal. En dos barracones distintos nos cuentan que, una semana atrás, un grupo de reclusos intentó escapar pero fue interceptado, a tiros, en medio del desierto.

La lista de quejas de los reclusos en el campo de Gheryan es larga, casi infinita. Algunos parecen enfermos, faltos de fuerzas, no tienen duchas ni hay servicio médico. Nos cuentan que sobreviven con un zumo, dos trozos de pan y una sopa aguada al día, arroz o macarrones. Algunos llevan dos meses, otros seis y otros más de un año, “mucho más de lo que deberían”, como apunta el jefe de misión de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR) en Libia, Emmanuel Cignac.

¿Por qué tanto tiempo? “Hemos oído algunos casos de empresarios con necesidad de mano de obra que utilizan a inmigrantes detenidos para trabajar”, cuenta Cignac, quien asegura que el problema es que en Libia “no hay un sistema” para manejar la inmigración y que las autoridades tienen demasiadas preocupaciones intentando mantener la seguridad en el país que han dejando la lucha contra la inmigración arrinconada y sin recursos.

Cabe señalar, también, que los inmigrantes procedentes de países en conflicto como Somalia, Eritrea, Siria o algunas zonas de Sudán, como Darfur, no gozan de la protección establecida en la Convención Internacional sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, pues Libia no es firmante. Cignac explica que las autoridades son reacias a colaborar con la UNHCR porque “enviaría el mensaje equivocado, haciendo creer a la gente que pueden venir a Libia y ser reconocidos como refugiados”.

El gobierno libio, así, no pone dinero para deportaciones ni coopera con los países de origen de los inmigrantes o las agencias internacionales. Lo normal hasta hace poco era transportar a los detenidos por carretera al otro lado de la frontera, en Níger o Chad, independientemente de su país de origen. “Ahora se han rendido y ya no lo hacen porque, por supuesto, la gente volvía”, explica Emmanuel Cignac.

Por otra parte, la Unión Europea está mucho más interesada en proporcionar ayuda al gobierno en el control de las fronteras, sobretodo marítimas, para evitar que los migrantes lleguen a Europa. En cifras, el programa bilateral de asistencia fronteriza, EUBAM, dispone de 30 millones de Euros anuales para monitorear, entrenar y aconsejar al ejército libio. En cambio, los fondos destinados a la ayuda en retornos voluntarios, a través de la Organización Internacional para la Migración (OIM), ascienden a 9'9 millones en tres años. La OIM asistió en unas 800 deportaciones en 2013 sobre un total de más de 8.000 inmigrantes retenidos en los campos.

En la embajada de Nigeria confirman que Olowushima pasó por allí el mismo día de su detención para pedir un certificado de viaje que le permitiera volver a su país. También confirman que las autoridades libias no se han puesto en contacto con ellos para tratar su caso y que raramente lo hacen. Ellos, dicen, tratan de asistir a sus ciudadanos en los campos de detención, pero no pueden hacer demasiado. En su página web hay colgada una nota de aviso en la que recomiendan no viajar a Libia sin la documentación adecuada.

Una semana después de la primera visita volvemos al zoo. Preguntamos a un funcionario por Olowushima: “Está en Nigeria”, zanja sin siquiera revisar el papeleo. No es fiable, lo más probable es que esté en un campo de detención o que le hayan dejado libre.

Hay mucho ajetreo, los funcionarios revisan los pasaportes de una trentena de inmigrantes recién detenidos. Salimos cuando llega un coche que trae a otro inmigrante. Éste, a diferencia de los demás, viste con ropas de hospital. El personal médico del centro sanitario lo ha expulsado y los agentes no saben qué hacer con él. El hombre está claramente aturdido y no responde a las preguntas que le hacen. No saben cómo se llama, no tiene papeles, no saben de qué país es y dicen que tiene una enfermedad peligrosa. En el zoo tampoco quieren saber nada de él, así que vuelven a meter al hombre en el coche y se lo vuelven a llevar por dónde lo han traído.



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