Antes, James Bond era un espía con licencia para matar. (De hecho, su autor literario, Ian Fleming, también fue un espía.) Ahora, James Bond es un asesino con licencia para espiar. En la primera serie de la saga, Bond (interpretado por Sean Connery) oscilaba entre la caballerosidad y la irreverencia. La guerra fría te hacía duro hacia fuera y educado hacia dentro. Había códigos donde el valor no era simplemente de cambio. Incluso en la única película protagonizada por George Lazenby, Al servicio secreto de su majestad (1969), la cercanía del mayo del 68 creó un agente secreto con raptos de romanticismo. El deshielo progresivo del conflicto con la URSS fue suavizando el enfrentamiento (el Bond de Roger Moore pudo, incluso, tener una aventura con una generala soviética), buscando al enemigo en guerras de baja intensidad. Pura psicodelia. La era Reagan devolvió al eje del mal a su sitio: otra vez los comunistas estaban infectando la sangre pura que había viajado en el Mayflower.
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