En el número 24 de la calle Abades, en la linde que divide al barrio de Lavapiés de La Latina, en Madrid, abrió el pasado 8 de marzo La Casa de la Portera. El piso, de cien metros cuadrados y en el que durante décadas vivió la portera del vetusto edificio, es ahora una nueva sala de teatro. Tiene capacidad para 25 espectadores, que deben trasladarse de sala en sala –una antigua habitación, un baño, una cocina- para ver la obra. Un nuevo concepto de teatro, como especifican sus creadores, el actor José Martret y el director Alberto Puraenvidia, en el que no sólo se ve a los actores sino que se sienten y casi se palpan.
No es la única sala de este tipo que ha llegado a la cartelera en los últimos meses. También han abierto en Madrid La pensión de las pulgas, en el barrio de las letras, La trastienda (La Latina); en Santiago de Compostela existe A regadeira de Adela y en A Coruña, La Tuerka 27. Se le suman otras pequeñas salas con formato de butaca y escenario como El sol de York, Kubik, Teatro del Barrio, Nave 73 y La Usina, en Madrid o La Vilella (una antigua fábrica de xifones) en Barcelona.
Todas ellas son independientes, privadas, autogestionadas, y han sido puestas en marcha por el empuje de actores, directores y demás parte del gremio teatral. Todas tiran de su propio dinero y pidiendo créditos con el fin, en la mayoría de los casos “de dar salida a montajes que, con la situación que vivimos, no tenían salida”, según cuenta Fran Calvo, uno de los fundadores de La Trastienda.
Este nuevo boom, parecido al que se vivió en los años noventa con la aparición de salas como La Cuarta Pared, Réplika o Ítaca –lo que llamó la explosión del off madrileño- ha obtenido numerosas reseñas en la prensa. Han sido artículos halagadores: Madrid, Santiago o Barcelona no mueren pese a los recortes, pese a que, por ejemplo, el consistorio madrileño haya dejado las salas sin subvención y sólo haya concedido ayudas este año al Teatro Real, la Real Fábrica de Tapices y la Fundación ABC.
Algunos lo han equiparado con la eclosión que se vivió en Buenos Aires tras el corralito de principios de los 2000 cuando surgieron multitud de pequeñas salas y salieron grandes dramaturgos como el hoy reconocido Claudio Tolcachir. De hecho, varios de los montajes de estos nuevos espacios (MBIG o El chico de la última fila, por ejemplo) han sido catalogados por la crítica como de lo mejor que se ha representado este año en la cartelera.
Dejación de responsabilidad
Sin embargo, estos ilusionantes proyectos tienen una parte de atrás mucho más oscura que las tenebrosas candilejas que hay tras todo telón. A nadie se le escapa que hay que pagar alquileres de salas –el teatro Triangulo, hoy Teatro del Barrio, cuesta 6.000 euros al mes- y a los trabajadores. Y no siempre se llega.
Así lo exponía Javier Ortiz, fundador de El sol de York en su blog hace unos meses: “El principal pero de este resurgir es que corresponde, una vez más, a la autoexplotación de sus miembros, que cansados de lamentarse, han puesto en juego lo mejor de su talento, para no estar en casa esperando la llamada de una industria que nunca les tuvo demasiado en cuenta y que ahora los muestra orgullosa, como a ese hijo tonto que por fin consiguió hacer algo en la vida. Pero ¿hasta cuándo van a poder vivir los actores de una función semanal en un espacio de menos de 70 butacas?”.
Es la llamada trampa de la autogestión que, como manifiesta el propio Ortiz a este diario, consiste en “una dejación de responsabilidad por parte del ayuntamiento con el off. Le estamos haciendo el caldo gordo al poder, porque ni esto es sostenible ni tiene nada que ver con las industrias culturales. Esto es una porquería porque no se está apoyando iniciativas privadas de las que tanto hablan. Deberíamos pensar entre todos los del sector qué está pasando”.
Álvaro Moreno, uno de los responsables de la Nave 73, se reafirma en la misma opinión: “Lo que están haciendo es quitarse el muerto de encima. Falta apoyo y no ya económico, sino moral. El ayuntamiento de Madrid denosta, ataca y persigue a las salas alternativas”.
Proyectos poco sostenibles
Es el decorado cool, moderno y cosmopolita que muchas veces no deja ver el bosque. En Santiago, Antón Couceiro, que levantó A regadeira de Adela en noviembre de 2012 y que tampoco recibe subvenciones, también se queja de que la cultura esté dejando de recibir apoyos. “Este es un modelo de tiempo de crisis. Artísticamente se podría mantener porque es muy interesante, pero como negocio, si no hay un apoyo estatal de alguna manera no sobrevivirá”.
"Es un teatro de resistencia", apostilla Fran Calvo. Pero, si bien trae alegrías –el gremio sigue trabajando- también lleva consigo muchos problemas. Uno de ellos tiene que ver con el precio de las entradas. En la mayoría de estas salas apenas baja de 12 euros. “No se pueden poner más baratas porque si no, sería inviable”, afirma Couceiro. En La Vilella han establecido un sistema de socios; si participas con una mensualidad consigues entradas más asequibles, explica Jordi.
Pero es un coste que acaba repercutiendo en el espectador en un momento en el que también ha bajado su poder adquisitivo. Ahí están los datos del último Anuario de la SGAE: durante 2012 hubo en el territorio español un total de 54.780 representaciones de artes escénicas, con 13,4 millones de espectadores y una recaudación de 208,02 millones de euros. Comparando los datos de 2012 respecto al año anterior, el descenso en la actividad teatral fue del 10,44 %; del 9,8 % en asistencia y del 8,32 % en recaudación. Como dice el dramaturgo Juan Mayorga, “si algunos renuncian a ir a la farmacia, cómo no van a renunciar a ir al teatro. Por eso debería haber una política cultural responsable, seria. Y aquí está ocurriendo lo contrario”.
Sobreexplotación y amateurismo
Otro de los grandes inconvenientes es la explotación del trabajador. Javier Ortiz reconoce que su sala es la única de Madrid que cumple con el convenio de la Unión de Actores, que señala que un actor debe recibir 72,94 euros por función. “Y si no se llega con la taquilla lo ponemos nosotros. Si no se paga al actor le estás haciendo el caldo de cultivo al poder”, insiste. La consecuencia para muchos es tener que hacer una función diaria en la sala que sea y casi como sea. “Eso es una barbaridad. Y ni así se llega. Esto no es un modelo de negocio sino para salir del paso”, comenta Ortiz.
Hay un tercer problema: el aumento del amateurismo. Desde hace un tiempo, aquel en el que los ayuntamientos y demás instituciones culturales dejaron de pagar el caché a las compañías –muchas de ellas aún con deudas pendientes, como le ocurrió a Animalario con el Festival de Mérida- todos van a taquilla. Con lo que se saca se paga parte del alquiler de la sala y se obtiene el sueldo. La cuestión, sostiene Couceiro, es que “como lo que se saca es poquísimo, quienes aceptan son las compañías amateurs, a las que les da igual porque total es para que les vean sus amigos y familia. El amateurismo es una tendencia peligrosísima”.
Y aún hay más: la multiprogramación. No es extraño ver cómo muchas salas programan varias obras el mismo día. O cómo todas –sólo en Madrid hay hasta 90 pequeñas salas- programan a la vez. “Este asunto nos está haciendo mucho daño. Los periodistas no pueden informar de todo. Este es un modelo planteado desde la resistencia en un momento en el que se está ahogando a la creación, porque es que ni siquiera se pueden hacer giras. Sólo de teatro en teatro en la misma ciudad”, reconoce este programador.
Degradación del oficio (y nuevos cierres)
Él mismo alertó de una degradación del oficio en su blog:: “El Anuario [de la SGAE] no recoge sus datos [de las salas off], dado que muchas de ellas están constituidas como asociaciones sin ánimo de lucro y no venden exactamente entradas, sino un servicio para sus socios. Esto tiene un doble efecto: por una parte, estas salas que no pagan a autores (que no son todas) se ven obligadas, para poder sobrevivir, a degradar el oficio teatral”.
A pesar de todo, la queja no se centra en una exigencia a toda cosa de la subvención. Aludiendo de nuevo a la frase popular, no se pide ‘chupar del bote’. “No podemos quedarnos en las ayudas, la cultura gratis no funciona, pero sí la sostenible. Y ahora no se está haciendo nada”, manifiesta Álvaro Moreno. “La gente del teatro siempre hemos sido mucho de buscarnos la vida, y cuando no hay trabajo hemos salido a buscarlo donde sea, pero lo que está sucediendo ahora va en detrimento de la calidad y de la cultura”, asegura Couceiro.
Y ya se ha cobrado sus primeras víctimas: sólo este año cerraron Garaje Lumiére y Teatro Arenal , en Madrid, y en Barcelona tuvo lugar un cierre señero, el de la sala Tallers del Teatre Nacional de Catalunya, dedicada a la investigación teatral contemporánea. “Ahora tenemos una gran oferta para un público escaso. Las salas se lo tendrán que pensar mucho. No creo que sobrevivan muchas”, zanja Álvaro Moreno.