Oscurecía en Incesu, un puñado de casas asentadas en la falda de uno de los muchos montes terrosos que pueblan la zona. Entre unos matojos a quinientos metros de su hogar Behzat Özer, un vivaracho niño de ocho años que acababa de salir de clase, halló un objeto curioso. “¡Mira!”, le espetó a su amigo Tayfun Can, un año mayor que él. Y aquello explotó. “Al llegar nos encontramos al niño despedazado”, musita abatido su tío Casim a eldiario.es.
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