Por mis malas andanzas he frecuentado a veces a algún que otro diputado y mi impresión siempre ha sido la misma: viven como curas. Quiero decir, cuando los curas vivían bien. Ahora que el sentimiento religioso por fin ha declinado (en esta parte del mundo), los padres de la Iglesia ya no son ni sombra de lo que fueron: han sido reemplazados por los padres de la patria, ministros de esta nueva religión democrática en la que nadie se atreve a no creer. Como el Calibán de Shakespeare, nuestra cicatera idea de la libertad consiste solamente en cambiar de amo.
Ser diputado resulta que mola, aunque sólo puedas comer dos veces al día. Tienes descuentos en trenes y aviones, cobras dietas, indemnizaciones y sobres, prevaleces en cualquier discusión con familia y amigos, parece que hasta el Palace ofrece una “tarifa de diputado” (¿tendrá también “tarifa de maestro de escuela”?), y en general llevas una vida regalada que, sin embargo, te permite presumir de que trabajas demasiado. Una bicoca.
¿No sería buena idea que los diputados, como hicieron en su momento los curas obreros, intentaran vivir la misma vida a la que se resignan aquellos a quienes dicen representar? Por así decir, una “democracia de la liberación”, como ya hubo una “teología de la liberación”. Han hecho más por la fe cristiana, en mi opinión, todos aquellos curas que vivían en barriadas obreras que los señores obispos que se daban la gran vida. La justificación, por cierto, sigue siendo la misma: la Iglesia tiene que ser lujosa y solemne, no porque mole la buena vida, por supuesto, sino sólo por la dignidad de lo que representa, nada menos que a un Dios. Estos tipos dicen más o menos lo mismo, se ven obligados a comer en el Ritz, no porque les guste, qué va, si ellos con una tortillita francesa van que chutan, si lo hacen sólo por la dignidad de las instituciones democráticas.
Sería una buena idea, a mi parecer, pero dudo que, salvo algunos diputados comunistas, los padres de la patria decidan por propia voluntad renunciar a sus privilegios. Así que mi propuesta es que se lo pongamos fácil.
De entrada, deberíamos situar el Congreso de los Diputados en el extrarradio, en algún polígono industrial, avenida de los Tornillos 18, y permitir el acceso sólo en transporte público (se les subvencionaría un abono de transporte, salvo en vacaciones). Allí tendrían una cantina y en los alrededores cuatro o cinco bares de menú del día, y un asador con mobiliario castellano para las ocasiones especiales. Las pernoctaciones, en un hotel de carretera. Por una parte, el edificio de la carrera de San Jerónimo, una vez liberado, podría convertirse en una buena biblioteca pública. Por otro lado, poco a poco desaparecía el glamour del que gozan en la actualidad sus señorías: dejaría de molar visto y no visto.
Tras tres meses de desplazarse en metro y autobús a Tornillos 18; de comer macarrones de primero y merluza a la romana de segundo, flan, café y un licor de hierbas, cortesía de la casa; de dormir en una habitación con vistas a una autovía y un descampado, y en la que las toallas raspan; y de llegar por la noche reventados, tras dos transbordos de metro; tras tres meses (máximo), digo, estoy seguro de que se les acababa el cuento. Cuando uno viaja casi una hora en metro, casi sin darse cuenta deja de darle importancia a almidonar tanto los puños de la camisa para que luzcan mejor los gemelos de oro.
Con la mudanza a Tornillos 18, quizá conseguiríamos que ser diputado no molara, y entonces estos tipos decidirían trabajar en favor de los intereses de todos, en lugar de en beneficio propio.
¿Por qué? Muy fácil, porque entonces compartirían los mismos intereses que nosotros. Así igual nos dábamos cuenta de que la dignidad de la democracia no radica en las sesiones solemnes ni en los restaurantes de lujo, como la verdadera dignidad de la Iglesia no se asienta sobre la púrpura y el oro.