140.000 migrantes llegan a México cada año para intentar cruzar a EEUU, dicen los datos oficiales. La gran mayoría son centroamericanos que recorren el país de sur a norte encaramados en un tren de carga, conocido como La Bestia, que es noticia estos días por el accidente del domingo que dejó seis muertos y una veintena de heridos. Viajar en ese convoy les permite cruzar el país sin someterse a controles migratorios, pero se juegan la vida exponiéndose a las mutilaciones que se producen al subir o bajar de los vagones en movimiento y a los secuestros, extorsiones, violaciones y asesinatos a manos del crimen organizado e incluso de las propias autoridades. Solo en el estado de Tamaulipas, fueron rescatados 81 migrantes secuestrados en julio, 52 a finales de junio y otros 165 a principios del mismo mes.
A Heriberto Guzmán le ha tocado vivir de cerca los peligros del camino. Su primo fue secuestrado y encerrado hasta que su familia consiguió reunir el dinero que costaba devolverlo a casa sano y salvo. Ese recuerdo, y la eterna sensación de jugar a la ruleta rusa, le han acompañado en los tres viajes que ha hecho a EEUU. En los dos primeros, consiguió entrar en el país. En el último, a finales del año pasado, lo detuvieron las autoridades de Arizona. “Tuve que pasar seis días encarcelado”, recuerda. “Nos meten en una jaula, como si fuéramos animales. Nos dan agua y poca comida, que no llena. Cuando terminan los seis días nos llevan a la frontera y allí nos botan (dejan). Sin dinero y sin nada para volver a casa, cada uno llega como puede”, reconoce el joven de 28 años.
Cuando entró la primera vez, en 2004, las cosas en la frontera eran diferentes. “No tuve problemas para entrar, pero ahora cada vez se pone más difícil. Hay más control, más gente a la que están regresando a México y menos gente que consigue su sueño”. Según el Instituto Nacional de Migración, el año pasado, 400.000 personas fueron deportadas de EEUU a México. Aunque la peor parte, asegura, es cruzar el desierto. En muchas ocasiones, los migrantes recurren a los 'polleros', intermediarios que se encargan de organizar el viaje. “Cada vez piden más dinero, la última vez fueron 20 000 pesos (1 130 euros). Y el camino es muy duro. Caminamos como cinco días por el desierto. Tenemos que llevar agua. Algunos se mueren y algunos quedan perdidos”.
Ida y vuelta
Guzmán vive en Chiapas. Desde su región, la ruta migratoria más común es la que desemboca en Las Vegas, Nevada. La convivencia con personas unidas por lazos culturales es esencial. “La primera vez no sabía hablar inglés y me comunicaba por señas. Ahora, aprendí lo básico, pero no a hablar bien. Uno no puede defenderse bien”. Heriberto reconoce que sentirse tan lejos de su familia es lo que le ha hecho volver las dos ocasiones anteriores. “Nadie quiere dejar su casa, pero hay que hacer lo que hay que hacer”. En su caso, “lo que hay que hacer" es viajar, buscar trabajo y enviar dinero para mantener a los suyos y pagarle los estudios a su hermano menor. “Mientras estoy allí, la familia vive más tranquila, tenemos las remesas. Vamos cumpliendo el sueño”. A pesar de los peligros, de los secuestros y del miedo a encontrar la puerta de la frontera cerrada y volver a ser encarcelado, reconoce que seguirá probando suerte. “Aquí es difícil. Trabajar el campo no da para mantener a la familia. A pesar de los riesgos, voy a volver a intentarlo. Estoy seguro”.
La cuerda de la migración
Desde que su hermano se fue a trabajar a Las Vegas, Angelina Ortiz está a cargo de la casa en la que vive junto a sus padres, su cuñada y su sobrino, en la comunidad chiapaneca de La Tejería. “Hace ya un año que se fue y me siento triste, porque se dejó a su familia. Mi cuñada estaba embarazada cuando él se fue y no conoce a su hijo. Solo en fotografías”. El hermano de Angelina sujeta desde Las Vegas un lado de la cuerda migratoria, el de quien provee, y ella sujeta el otro, el de quienes sobreviven esperando las remesas que ayudan a sacar a la familia adelante. “Es un esfuerzo mantener a nuestras familias porque no hay trabajo”, asegura Adela Ruiz, que recuerda con tristeza los días que su padre y su hermano estuvieron trabajando en EEUU. “El tiempo que pasan fuera es difícil. Nos daba miedo si le iba a pasar algo. Nos ponía triste que no estaba nuestra familia junta. Hay algunos que pierden la vida y no vuelven más a casa”.
La experiencias en la gestión de las remesas que les llegan de EEUU y la idea de mejorar su economía para que sus familiares no tengan que viajar más, ha sido el motor que ha puesto en marcha la asociación de mujeres costureras Las Vegas, cuyo nombre es un homenaje a sus seres queridos que trabajan en esa ciudad estadounidense. “Son mujeres que entienden lo que es mantener la economía familiar y piensan que pueden hacer algo más que ayude a que los familiares se queden en la comunidad cuando arranque el proyecto”, asegura Aldo Ledón, de Voces Mesoamericanas, una de las organizaciones con las que trabajamos en México. Las mujeres están aprendiendo a tejer para, juntas, vender sus productos al turismo y generar recursos que les garantice una vida digna en su comunidad. “Al final consiste en eso, que la gente que se vaya debe hacerlo por decisión propia, no por obligación y supervivencia”, dice Ledón.
Con el mismo fin trabajamos con otras entidades mexicanas como Enlace o el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales, ofreciendo alternativas a los campesinos y campesinas para que no se vean obligados a dejar su hogar, visibilizando y denunciando los problemas a los que se enfrentan los migrantes y defendiendo sus derechos.