“La secesión política es sólo un ejemplo del fenómeno más general de unión y separación, la creación y disolución de relaciones con los otros. Se trata del más antiguo, inquietante, profundo y, a la vez, más necesario drama humano”. Con esta reflexión general sella el catedrático de filosofía de la Universidad de Yale Allen Buchanan su clásica obra “Secesión” (1991), reeditada recientemente en español en la estela de la efervescencia secesionista en Catalunya, con prólogo ad hoc. En ella, Buchanan plantea un “marco moral para el estudio de la secesión” a partir de un análisis exhaustivo de los argumentos a favor y en contra de la misma.
Una de las justificaciones más habituales de la secesión es el derecho de autodeterminación de los pueblos, interpretado desde un punto de vista nacionalista: cada “pueblo” tiene derecho a su propio estado. También, dice Buchanan, es una de las justificaciones “menos convincentes”. Dejando a un lado la inestabilidad que causaría una fragmentación política reiterada, la mayor objeción la formuló el filósofo Ernest Gellner al explicar que el número de naciones potenciales en nuestro planeta es “mucho, mucho mayor que el de posibles estados viables”. Por tanto, concluye, “no todos los nacionalismos pueden ser satisfechos, por lo menos no al mismo tiempo. La satisfacción de unos significa la frustración de otros.”
Por otro lado, recuerda Buchanan, “hay que evitar caer en la falacia de que la afirmación de que un pueblo tiene derecho a la autodeterminación implica que está legitimado para llevar a cabo la secesión”. La autodeterminación puede lograrse mediante innumerables acuerdos políticos distintos, de los cuales la independencia sólo sería el más extremo. Para Buchanan, “el atractivo moral del principio de autodeterminación depende precisamente de su imprecisión”. Al utilizar una etiqueta amable a modo de aglutinador de opciones disímiles, se camufla la opción concreta que se persigue —en el caso de Catalunya, la secesión— y se ahorra uno la tarea de justificarla. Con mayor razón se puede decir lo mismo del “derecho a decidir”, un concepto aún más vago, y por tanto más susceptible de manipulación.
Otra de las vías por las que se pretende justificar la secesión es la plebiscitaria: cualquier grupo que constituya una mayoría en alguna parte de un estado tiene derecho a la secesión siempre que pueda realizar las funciones básicas de los gobiernos legítimos. A pesar de las apelaciones secesionistas al respeto a la democracia, “la noción correcta de democracia —dice Buchanan— no es la del puro y simple gobierno de la mayoría (…), sino más bien la de democracia constitucional, la cual incluye (…) disposiciones constitucionales diseñadas para garantizar que la voluntad de la mayoría no haga quebrar la propia democracia.”
A continuación señala Buchanan tres objeciones “democráticas” fundamentales al argumento plebiscitario de la secesión: Primero, admitirlo equivaldría a otorgar a una minoría dentro del estado un derecho de veto de facto sobre decisiones democráticas que no son de su agrado, ante las cuales siempre podría amenazar con la secesión. Segundo, el argumento resulta incompatible con la razonable expectativa de estabilidad en cuanto a los límites del estado y la pertenencia a la comunidad política, necesaria para que funcione cualquier democracia. Y tercero, la teoría plebiscitaria pasa completamente por alto el tema clave de la legitimidad territorial. Sin ella, la secesión sería una apropiación indebida de un territorio que pertenece a todos los ciudadanos del estado (y a sus descendientes).
En lo que se refiere a argumentos concretos a favor de la secesión, seguramente el más habitualmente utilizado en Catalunya es el económico: la queja por el déficit fiscal percibido por algunos sectores como excesivo, expresada en ocasiones de manera burda con el “España nos roba”. Para Buchanan, sólo estaría justificada la secesión cuando se produzca lo que él denomina “redistribución discriminatoria”: planes fiscales o programas económicos que “actúan sistemáticamente en perjuicio de algunos grupos y en beneficio de otros de forma moralmente arbitraria”. Parece claro que la solidaridad interterritorial —más allá de en qué aportación concreta se traduzca— tiene un fundamento moral y constitucional sólido, por lo que no puede calificarse de “arbitraria”. Dice Buchanan: “a menos que rechacemos la idea misma del estado del bienestar, debemos aceptar la redistribución, y cabe esperar que algunas regiones aporten más de lo que reciben.”
Reconoce Buchanan otros argumentos que justificarían la secesión y que no se dan en Catalunya, como las violaciones a gran escala de derechos humanos fundamentales o la preservación de una cultura al borde de la extinción, para concluir que existe un “derecho moral a la secesión”, aunque “muy cualificado”, esto es, sólo en circunstancias muy concretas. Para Buchanan, el argumento más contundente a favor del derecho de Catalunya a la secesión “puede alegarse sobre la base de que España no ha demostrado buena fe a la hora de responder a las demandas de mayor autonomía intraestatal”. En mi opinión, desde 1978, no es cierto que España no haya demostrado buena fe, pero en todo caso es indudable que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut fue un jarro de agua fría a las esperanzas de muchos catalanes de encontrar un nivel de autonomía satisfactorio dentro de España, incrementando considerablemente el atractivo de la independencia.
En este punto, señala Buchanan que “si España no está dispuesta a comprometerse realmente con una renegociación de las competencias de autogobierno de Catalunya dentro del seno del estado, ello incrementará los argumentos a favor de un derecho a la secesión no consensuada”. En definitiva, afirma el autor, “en el caso de Catalunya un compromiso adecuado con la democracia y con el imperio de la ley conllevaría la disposición a renegociar la autonomía”. Para ello, es imprescindible un nivel adecuado de confianza mutua: España debería ofrecer garantías de que el acuerdo alcanzado encajará en la doctrina del Tribunal Constitucional y Catalunya debería comprometerse con la solidaridad interterritorial y el correcto funcionamiento del estado español. En todo caso, la conclusión es clara: tenemos que hablar.