En los últimos meses se ha impuesto en España el elogio del error, del reconocimiento del error.
Rajoy consiguió los aplausos enfervorizados –entre las Cortes franquistas y el Comité Central ampliado del PCUS, sin duda espontáneos–, de sus colegas de partido cuando dijo, con solemnidad impostada, que se equivocó al fiarse de Bárcenas.
Lo dijo sin asomo de autocrítica. Tan solemne como impostado e increíble. La idea a transmitir era: soy tan bueno tan bueno, que me engañan los malos. Nada de soy culpable por haber cobrado sobresueldos, por haber puesto a Bárcenas de tesorero, por haber trabajado durante años con él, por haberle pagado 23.000 euros al mes para que no hablase, por haber dicho que nadie podrá probar que no es inocente, por pagarle el abogado y llamar al jefe de los jueces para que la mujer entre en coche en la Audiencia. Tampoco se declaró Rajoy culpable por haberle pedido que resistiera cuando ya se sabía que había dinero de Bárcenas/PP en Suiza. No, la idea diseñada por comunicadores bien remunerados en negro es: tú di "me equivoqué", que eso a la gente le gusta, como le gusta ver llorar al personal en televisión; pide perdón como ante un confesor, que es una forma de librarte de la culpa y de echarle la culpa al que te engañó, que es el malo de la película.
Ciertas formas de pedir perdón, de decir me equivoqué, constituyen una pornografía de los sentimientos, suponen una impostura, un exhibicionismo de los valores judeocristianos con sabor a sentimiento navideño, artificial, mentiroso, pero eficaz. Pedir este tipo de perdón es una forma de exhibir una superioridad moral respecto de los que le acusan a uno de presunta corrupción, que serían menos humanos en esa exigencia reiterada.
El propio Rey dijo, lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir, después del episodio elefantiásico africano. Los ojos emocionados, el verbo tembloroso, la puesta en escena supuestamente espontánea. ¿Quién no se emociona, quién no empatiza con un hombre que lo está pasando mal , con alguien que frente a los hieráticos que nunca se equivocan, acepta que es como nosotros, que también se equivoca?
No andaría lejos otro asesor, sobradamente remunerado, que le aconsejara al Rey semejante actitud, dirigida a las tripas de los súbditos, emocionados de nuevo ante la humanidad de alguien presuntamente infalible.
En los setenta antes de Cristo hubo una película lacrimógena, titulada Love Story, cuyo lema promocional decía: "Amar significa no tener que decir nunca lo siento". La gente repetía compungidamente esa frase sin antes habérsela planteado nunca en sus, escasas, relaciones de pareja, y lo hacía con el narcisismo que sin duda tiene el reconocimiento del error, la escenificación de la supuesta inferioridad. Decía esa frase y parecía que se oía, que bueno soy.
Bien, que pidan perdón, para hacerse perdonar por los suyos, pero que no nos obliguen a creerlos.