“En Congo, no usamos la palabra violación, lo llamamos violencia”. Así de tajante respondió la activista por los derechos de las mujeres Neema Namadamu, a un reportero estadounidense. En noviembre de 2012, esta congoleña había puesto en marcha una petición a través de una conocida plataforma online en la que se dirigía a destacadas líderes como Hillary Clinton o Michelle Obama, para pedirles su apoyo y mediación en un “verdadero proceso de paz”. Semanas atrás, un recrudecimiento de los combates en Goma provocaba más de 100.000 nuevos desplazamientos. El periodista quería saber si Neema había sido violada alguna vez.
“Las mujeres somos violadas de cien maneras distintas cada día”, escribió Neema. “Nos despojan de nuestra dignidad, empañan nuestro valor, se niega nuestra personalidad desde temprana edad, de modo que podemos ser violentadas a lo largo de nuestras vidas sin que haya ninguna consecuencia. […] Ésa es la rutina diaria de quien nace niña en el Congo. Cada día se insiste en que no eres más que eso y que, como tal, debes cumplir los caprichos del varón”.
Las que han nacido en este país, retratado hace unos años por el New York Times como “el peor lugar de la Tierra para ser mujer”, saben que las violaciones en el contexto del conflicto armado son una cara, probablemente la más cruenta, de un problema de raíces mucho más profundas. Jeannine Mukanirwa coordina el Centro Nacional de Apoyo al Desarrollo y la Participación Popular. Desde Kinshasa delimita claramente la que, según ella, es la principal razón por la que las mujeres son el grupo más afectado por el conflicto: el sistema patriarcal de la sociedad congoleña y la posición que otorga a la mujer respecto al hombre. “Hay combatientes que violan a las mujeres para satisfacer su deseo sexual y otros, por el contrario, lo hacen para humillar al adversario, la violación se utiliza como arma de guerra y el cuerpo de las mujeres como campo de batalla”, explica al tiempo que culpa a algunos “pensadores socioculturales de predisponer a estas violencias de género”.
Aunque han pasado más de diez años desde la firma de los Acuerdos de Paz de Pretoria, los enfrentamientos entre las distintas partes han sido una constante desde entonces, concretamente, en las regiones de Kivu del Norte y del Sur. Hace tan solo unos días, la portavoz del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Fatoumata Lejeune-Kaba, alertaba sobre el empeoramiento de la situación en Kivu del Norte ante un “alarmante aumento de los actos de violencia contra mujeres y niñas, particularmente de violaciones”. En lo que va de año, ACNUR ha registrado 705 casos de violencia sexual, de los que 619 son violaciones. De ellas, 288 fueron a menores y otras 43 a hombres.
“Las mujeres son violadas para humillar a toda la comunidad, los grupos armados tratan de destruir la salud reproductiva de la persona encargada de dar la vida”, sostiene Rose Mutombo, presidenta del Cuadro Permanente de Concertación de la Mujer Congoleña, una organización nacida en 2005 como plataforma nacional de asociaciones de mujeres y redes de la sociedad civil. Según Mutombo, “las mujeres son cada vez más vulnerables y pobres. Ellas son las que trabajan en el sector informal y mantienen el hogar con salarios mínimos. En las zonas en conflicto, muchas no pueden seguir trabajando en el campo, o vender sus productos, tienen miedo. Viven en una inseguridad constante”.
Las Naciones Unidas estiman que en 2012 se registraron más de siete mil casos de violaciones en Kivu del Norte. El silencio que se impone tras una agresión de este tipo implica que las cifras reales sean siempre más elevadas. “La peor consecuencia es psicológica porque dentro de la cultura congoleña, ser víctima de una violación supone una vergüenza familiar”, detalla Jeannine Mukanirwa. “Esto lleva a las mujeres a guardar silencio, sufren sus cuerpos y sus almas. Además, el sufrimiento psicológico se manifiesta en muchos aspectos como la autoestima, depresión, desaliento, falta de ganas de vivir… que tienen un impacto sobre la vida social y económica de la víctima. Para Mukanirwa, la violencia sexual viene aparejada con la feminización de la pobreza y otros fenómenos como la no escolarización de las niñas, el matrimonio precoz o el VIH.
En una investigación sobre este tema, Human Rights Watch constata que las niñas que son violadas “pueden sufrir lesiones particularmente graves, tienen dificultades para encontrar pareja, abandonan la escuela, son rechazadas por sus familias, o tienen que criar a un niño nacido de una violación”. Pese al rechazo generalizado ante este tipo de agresiones, el doctor Denis Mukwege, director médico del Hospital General de Panzi, ha denunciado a través de la Campaña Internacional para poner fin a la violación y la violencia de género en conflicto, las brutales violaciones contra niñas y niños de un año y medio a 12 años que están teniendo lugar en Kivu del Sur desde mayo de este año. “Yo no había vuelto a ver desde 2004 un horror semejante, los menores llegan al hospital en un estado extremadamente crítico”, lamenta este médico que, a lo largo de su vida, ha tratado a unas 30.000 víctimas de violencia sexual.
Frente a la impunidad, las mujeres como agentes de cambio
Las voces que hablan desde el terreno, así como las de organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, coinciden a la hora de destacar el clima de impunidad existente. “Las mujeres se sienten abandonadas por todos porque observan cómo los perpetradores no son investigados por la justicia, la impunidad está en el centro de estos males”, afirma Mutombo. Las consecuencias de esta cultura de impunidad, apunta Amnistía Internacional en su informe La hora de la justicia. Se necesita una nueva estrategia en la República Democrática del Congo, son especialmente perjudiciales de cara a toda la sociedad: “fomenta ciclos de violencia y violaciones de derechos humanos, socava las iniciativas dirigidas a promover el respeto por el Estado de derecho y merma la credibilidad del sistema de justicia entre la población congoleña”.
Sin embargo, las organizaciones de la sociedad civil, y en particular, las asociaciones de mujeres, están haciendo un gran esfuerzo por denunciar estos delitos y atender a las víctimas, tratando de llamar la atención de la comunidad internacional. “Los esfuerzos de las mujeres en la lucha contra las violencias basadas en el género son inestimables”, recalca Mukanirwa, pese a que en ocasiones, recuerda su compañera Rose Mutombo, “las activistas nos enfrentamos al desafío de nuestra propia seguridad pues no existen formas de protección particular”.
Conscientes de que son el grupo social más vulnerable en el conflicto, y precisamente por eso mismo, reclaman mayor participación y reconocimiento de su papel en el proceso de consolidación de la paz. “Quienes toman las decisiones ignoran que durante los conflictos armados somos las mujeres las grandes víctimas y que cuando se habla de la paz se nos debe tener en cuenta”, reclama Mutombo, quien lamenta que la participación política de las mujeres se perciba todavía por parte de la sociedad congoleña como algo anormal. “Según la mentalidad de quienes toman las decisiones, la mujer se debe ocupar de la familia, el sistema patriarcal paternalista y tradicional considera a la mujer con un ser incapaz de evolucionar por sí mismo si no cuenta con el sustento del hombre”.
Las congoleñas exigen un cambio de mentalidad. Saben que “es un proceso lento y que tendrá que llegar poco a poco”, pero son estas “artesanas de la paz”, en palabras de Rose Mutombo, las principales agentes de cambio en sus países, incluso en la República Democrática del Congo, donde son muchas las mujeres que, como dice la propia Neema Namadamu, trabajan por crear el cielo “en un lugar que ha sido llamado infierno”.