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¡Jo, que noche!

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Esta semana, ha saltado a los medios la historia de un motorista que cruzó varios semáforos en rojo a altas horas de la madrugada, mientras circulaba sin casco. Al parecer, lo hacía con sus facultades para la conducción gravemente alteradas por la previa ingesta de bebidas alcohólicas, hasta el punto de arrojar valores superiores a un miligramo de alcohol por litro de aire espirado. 

El párrafo anterior es una muestra de lo que podría ser un escrito de acusación en diligencias urgentes para el enjuiciamiento rápido de determinados delitos, de los que se ven a decenas en los juzgados de instrucción, todas las semanas.

Lo significativo y noticioso, es que en la casilla “profesión” de la ficha de imputado, en este caso consta “magistrado del Tribunal Constitucional”. Teniendo en cuenta que se trata de un órgano compuesto por doce miembros, que se renueva por tercios cada nueve años, y que es el segundo caso de imputado por un delito en menos tiempo del que se tarda en mudar completamente su composición, al final las estadísticas de criminalidad de este país van a reflejar esta profesión como un factor de criminalidad.

Bromas fáciles aparte, lo que llenó automáticamente artículos de opinión y tertulias fue la necesidad de que una persona implicada en semejantes hechos renunciase, de forma inmediata, al cargo de altísima responsabilidad que desempeña.

La polémica se zanjó de forma igualmente rauda, pues el afectado presentó su dimisión casi antes de que se secase la tinta de los titulares. Eso, en un país en el que dimitir se considera un nombre de origen ruso, tiene su mérito, no se crean. Sin embargo, hubo quien cuestionó la espontaneidad del gesto. Debo confesar que me cuento entre ellos, aunque por razones distintas a las expuestas por estimados y doctos juristas como Gonzalo Boye

Discrepo de su interesante artículo hasta en la tipificación de los hechos, por aquello de que el delito de conducción temeraria, según el artículo 380.1 del Código Penal, exige un peligro concreto, y eso significa que alguna persona física identificable, con nombre y apellidos, se haya visto en riesgo por la conducción del implicado; el apartado segundo incluye un caso específico, en el que el peligro se da por supuesto, pero se exige que concurran dos datos objetivos, conjuntamente: velocidad superior en sesenta kilómetros por hora a la máxima permitida en ciudad (y no basta con decir “iba muy rápido, señoría”, o hay foto de radar de tráfico, o no vale) y tasa de alcohol superior a la legalmente establecida. Nada indica que sea éste el caso, por lo que nos quedaríamos en el tipo básico de conducción bajo los efectos de diversas sustancias, del artículo 379.

A este respecto, hay que aclarar una cosita que suele trabucar mucho a la prensa, y confundir a la ciudadanía. Es el concepto tan manido de duplicar, cuadruplicar o centuplicar la tasa de alcohol permitida, que tanto sale en los medios. Verán, por un lado tenemos lo que la Dirección General de Tráfico considera sancionable en vía administrativa, que es superar los 0’25 miligramos de alcohol por litro de aire espirado. En esas condiciones, alguien que da una tasa de 1 mg/l, cuadruplica lo permitido. Sin embargo, a efectos penales, el delito contra la seguridad vial exige que el sujeto esté incapacitado para la conducción, y se presume por el artículo 379.2 del Código Penal, al margen de los síntomas, que tal cosa sucede cuando la tasa excede de 0’60 miligramos por litro. En esas condiciones, nuestro anterior conductor con tasa de 1 mg/l ni siquiera llega a duplicar la tasa, aunque la supere holgadamente. Así que, si estamos hablando de delitos, sacar a relucir los múltiplos de la tasa administrativa me parece raro. Es un poco de sistema métrico futbolero.

Pero hablábamos de los efectos y razones por las que un magistrado del Tribunal Constitucional no puede seguir en su cargo después de protagonizar un episodio como el antedicho. Y verán, lo cierto es que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional establece como una de las causas de pérdida de la condición de miembro de dicho órgano el ser condenado por delito doloso. Sin embargo, debemos recordar que los miembros de ese órgano, por el mero hecho de serlo, no son jueces en el sentido estricto de la palabra. Por su procedencia, como los pimientos de Padrón, unos sí y otros no. Pero para el Constitucional puede ser nombrado un catedrático de universidad que en su vida haya vestido toga con puñetas. O un fiscal. O un abogado. Así que no se rigen por el mismo estatuto profesional. En el caso que nos trae aquí, el susodicho sí que proviene de la carrera judicial. Y eso es un dato clave.

Porque, a diferencia de la afiliación a partidos políticos, en este caso, la Ley Orgánica del Poder Judicial es algo más permisiva para los jueces de carrera, pues no establece la mera condena por delito doloso como causa de pérdida de la condición de juez, sino que debe conllevar la imposición de pena privativa de libertad, y sólo es forzosa cuando la pena es superior a seis meses.

La diferencia puede parecer nimia para alguien no versado en Derecho, y sin embargo, es fundamental. No todos los delitos aparejan necesariamente una pena de prisión, y el de conducir bajo los efectos del alcohol es uno de ellos, pues tiene tres penas alternativas, además de la pérdida temporal del carnet: o prisión, o multa, o trabajos en beneficio de la comunidad. A la hora de optar por una u otra pena, la de prisión suele quedar reservada a los supuestos más serios, como cuando se haya provocado un accidente, aunque siempre depende del criterio del juzgador. 

De todas formas, la expulsión sólo es forzosa con una pena de prisión de más de seis meses. Y aquí viene el detalle: conducir bajo los efectos del alcohol conlleva una pena, si es de prisión, de seis meses como máximo. Es decir, jamás de los jamases superaría el límite.

Pero, ¿que pasa si los hechos finalmente se consideran conducción temeraria, como sugería Gonzalo Boye, con su pena de seis meses a dos años? Pues que nos encontramos con una de esas maravillosas volteretas de nuestra legislación procesal. 

Resulta que los delitos contra la seguridad vial son de los que tenía en mente el legislador cuando parió las diligencias urgentes a las que me refería más arriba. Este tipo de procedimiento, previsto para aquellos casos de instrucción extremadamente sencilla (como lo son aquellos en los que el acusado tiene en su contra la demoledora prueba de la tasa de alcoholemia superior a 0’60), contiene un incentivo para las sentencias de conformidad sin necesidad de llegar a juicio: el artículo 800 de la LECr premia al imputado que reconozca los hechos y acepte la pena propuesta por la acusación, con una rebaja de un tercio de la misma. Es decir, alguien acusado de conducción temeraria, puede acordar una pena de nueve meses de prisión, e irse a casa con una condena de seis. Porque la pena en su mitad superior sólo es obligatoria cuando hay una agravante prevista en el código, como la reincidencia, que no es el caso. Hay quien dice que, incluso, se puede pactar la pena mínima, seis meses, y conseguir una pena de cuatro, por debajo de lo establecido, aunque esto no está muy claro. 

Y no está muy claro, porque no hay mucha jurisprudencia al respecto, pues este tipo de causas pocas veces llegan al Tribunal Supremo; la última instancia, en caso de juicio, sería un recurso de apelación ante la Audiencia Provincial. Por suerte para los operadores jurídicos, ciertos diputados han prestado un gran servicio a nuestro país, al dar lugar a un par de sentencias por conducir ebrios. Así que alguna referencia tenemos en los anales. De jurisprudencia, digo.

El protagonista de la noticia es aforado por partida doble. En primer lugar, como magistrado del Tribunal Constitucional. Pero incluso después de dimitir, vuelve automáticamente a su plaza en la Audiencia Nacional, donde sigue siendo alguien que sólo puede ser juzgado por la Sala 2ª del Tribunal Supremo. No se trata de un reingreso en la carrera judicial, como apuntaba Gonzalo Boye, ya que nunca dejó de pertenecer a ella, sino de un simple cambio de situación administrativa, de “servicios especiales” a “en activo”, tal y como explica el artículo 351 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

En fin, el caso es que, en caso de ser condenado un juez a no más de seis meses de prisión, y firme la resolución, es el Consejo General del Poder Judicial el que tiene que decidir si se aplica la sanción máxima de expulsión de la carrera judicial, o se cambia por una simple suspensión, como establece el 420.1.d) de la Ley Orgánica del Poder Judicial. ¿Quieren hacer apuestas? Pues esperen a ver la sentencia. Porque en las dos anteriores que les he enlazado, para ambos diputados la pena se quedó en multa y privación del carnet. Lo esperable cuando la condena es de conformidad.

Y si la cosa se queda así para nuestro protagonista, ni suspensión, ni expulsión, ni gaitas. El magistrado tiene todavía carrete para rato.









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