¿Es un buen mánager el papa Francisco? Según la Harvard Business School, sí: su método merece ser estudiado. La revista The Economist incluye en su último número un artículo en el que compara a Jorge Bergoglio con los CEO (Chief Executive Officer) de IBM, Lou Gerstner; el de Fiat, Sergio Marchionne, y el exdirector ejecutivo de Apple, Steve Jobs.
Con un relato que no abandona en ningún momento la ironía británica, The Economist argumenta que la Iglesia Católica, ‘la multinacional más antigua del mundo’ estaba pasando por una crisis muy aguda, perdiendo una alta cuota de mercado en las economías emergentes, fundamentalmente en manos de los grupos pentecostales. Los escándalos y la incompetencia del banco del Vaticano estaban ahuyentando a los clientes y desmoralizando la fuerza de ventas.
Después de un año, cuando Bergoglio fue investido como papa Francisco, luego de la renuncia de su antecesor, Benedicto XVI, el 85% de la audiencia en Latinoamérica aprueba su gestión, las visitas a los puntos de ventas están subiendo y las fuerzas de ventas hablan de ‘el efecto Francisco’.
Hay tres decisiones, según The Economist y Harvard, que Francisco ha tomado y son la clave de su éxito. Cambiar el foco del negocio: hay que ayudar a los pobres; irse a vivir a un piso de setenta metros cuadrados y tomar su nombre de un santo que defendía a los pobres y a los animales. Tampoco hay que despreciar un gesto incial cuya imagen dio la vuelta al mundo: lavar y besar los pies a una docena de jóvenes en un centro de detención.
Con este relato ha construido una imagen de marca que ya no gasta recursos en disputas doctrinales ni en costosas ceremonias. Todo se mueve bajo la estrategia de ‘los pobres primero’.
Obvio que no mueve ficha sobre temas candentes como el aborto o la homosexualidad pero se parapeta en la duda: ‘¿Quién soy yo para juzgarlos?’. El hombre que ha despreciado el costoso calzado tradicional que utilizaba Benedicto y calza unos sencillos zapatos de cuero negro, ha nombrado a un grupo de ocho cardenales (el llamado ‘G-8’) y ha contratado a las consulturas McKinsey y KPMG (los ‘consultores de Dios’) para que ayuden a reorganizar el Vaticano.
The Economist y la Harvard Business School han omitido un detalle en el estudio del ‘efecto Francisco’. Además de las dotes propias y los principios jesuitas, Jorge Bergoglio cuenta con una condición muy importante a la hora de encarar este momento crucial de la Iglesia: su filiación peronista. Y el dato no es baladí. Cuando uno recuerda al Perón que en el exilio alienta la vía revolucionaria para después demonizarla –como buen católico– desde el balcón de la Casa Rosada (sede del Gobierno argentino) o cuando, en 1944, siendo vicepresidente del Gobierno de facto del general Farrell, serena a los grupos de poder nacionales con un famoso discurso que da en la Bolsa de Comercio: “El hombre es más sensible al comando cuando el comando va hacia el corazón, que cuando va hacia la cabeza. También los obreros pueden ser dirigidos así. Sólo es necesario que los hombres que tienen obreros a sus órdenes, lleguen hasta ellos por esas vías, para dominarlos, para hacerlos verdaderos colaboradores y cooperadores”. ¿No es esto un discurso similar al ‘quién soy yo para juzgar’? Y no juzga pero tampoco mueve ninguna ficha en cambiar nada. Como recuerda Leila Guerriero, en 2010, en Argentina, Bergoglio se expresó con estas palabras contra el matrimonio igualitario: “No seamos ingenuos: no se trata de una simple lucha política; es la pretensión destructiva al plan de Dios”. Entonces era presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.
Alguien como Zygmunt Bauman, un ideólogo del campo laico, ha cedido al relato papal y no deja de mencionar en su intervenciones una cita del Evangelii Gaudium, la exaltación apostólica de Francisco en la que afirma “las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente, al igual que el hueco que separa a la mayoría de la prosperidad que disfrutan los pocos que son felices”.
Pero Bauman no es ningún ingenuo y sostiene que Dios es un hecho social que no se puede negar por la sencilla razón que surge sin que haya sido convocado, dado que nace de la incertidumbre humana, y eso implica que existirá siempre o al menos hasta que se extinga la especie, ni un segundo antes. Y ese Dios no es otra cosa que el nombre que se otorga a la experiencia de la “insuficiencia” humana. Al cubrir esta carencia, “los dioses no deben nada a sus subordinados: en especial, no les deben explicación alguna acerca de sus acciones o inacciones divinas referida a una regla de las que estas sean aplicación. A los dioses se les escucha porque estamos obligados a escucharlos sin tener el derecho recíproco de que nos escuchen. Ser Dios significa tener un derecho inalienable e indivisible al monólogo”. En este sentido, la política pugna por conquistar el espacio de la religión, ya que ambas compiten por un mismo público: “personas agobiadas por el peso de una incerteza que trasciende su capacidad individual o colectiva de comprensión y de acción para ponerle remedio”.
Y ese es el target de Francisco. El mismo sobre el que opera Barack Obama o en su día atendió Tony Blair (‘Mi mayor logro’, según Margaret Thatcher), los últimos dos grandes políticos que, al igual que Francisco, han conseguido construir un relato, un storytelling, y ponerlo en marcha dentro del cuerpo social.
Francisco, antes que hombre de fe o de marketing–como lo describe The Economist– es un sujeto político activo que despliega sus encantos.
Un personaje de la novela de No habrá más penas ni olvido del escritor argentino Osvaldo Soriano se conmociona cuando lo señalan como un infiltrado marxista en una organización sindical. El hombre, desesperado, se defiende: ‘¿Bolche? ¿Cómo Bolche? Pero si yo siempre fui peronista…, nunca me metí en política?’.
Jorge Bergoglio tampoco se metió nunca en política. Es un hombre de fe. De fe peronista.