Era abril y hacía calor. Las televisiones emitían llenas de hosteleros optimistas y turistas agradecidos. Dos días de sol seguidos y la crisis ya parece un recuerdo lejano. Según los medios gubernamentales, el turismo vuelve a tirar de nuestra economía como en los viejos tiempos. Efectivamente, Fátima Báñez tenía razón. La recuperación va sobre ruedas, como algunos pasos de las procesiones, aunque la mayoría los acarrean a cuestas esforzados cofrades que antes o después pagarán tanta devoción con alguna hernia discal. Tan pronto los rusos acaben de desmembrar Ucrania y comprar la Costa del Sol y el Levante, la economía española volverá a la Champions League y podremos dedicarnos a los que más nos gusta: decirle al resto del mundo lo que tiene que hacer.
Si la recuperación resultaba tan fácil y solo era cuestión de buen tiempo y unas cuantas divisas, cuesta entender por qué la crisis nos ha salido tan larga. Pero no importa. No estropeemos este momento de felicidad con pequeños detalles. Cuando la mayoría está contenta, lo mejor es no ir de cenizo. Aunque no todos están tan exultantes. Entre tanta alegría de Pascua, un pequeño pero selecto grupo de mujeres y hombres ha pasado estos días con el corazón encogido y el alma en un puño esperando una llamada, un mail, un sms, un whatsapp, un telegram o un simple Me Gusta en Facebook. Que no nos ciegue la euforia de la recuperación. Son días duros para las ministras y ministros del Gobierno de Mariano Rajoy. Lo están pasando mal, debemos ser solidarios.
La angustia debe estarles matando. ¿Qué hará el Presidente, una mera remodelación técnica para suplir la marcha de Arias Cañete promoviendo a alguien del propio Ministerio de Agricultura, o una crisis de gobierno más amplia para rehacer el equipo y tomar impulso? ¿Hará como Carlos Sainz y Luis Moya en aquel momento legendario e intentará arrancar como sea un coche que no anda, o se resignará a quedarse como está y aguantar lo que venga? He ahí el dilema que ha amargado la Semana Santa a De Guindos, Soria o Ruiz-Gallardón. Piénsenlo un momento. No es lo mismo veranerar como ministro que como exministro.
A favor de rehacer la alineación se manejan argumentos como la necesidad de dar un nuevo impulso político a una legislatura y un Ejecutivo carcomidos por la inercia, el evidente desgaste de muchos de los miembros del gabinete, o la conveniencia de intentar iniciar el ciclo electoral que abren las Europeas con caras nuevas y mensajes renovados. Si quieren mi opinión, las típicas ocurrencias de consultor electoral a mil euros la hora.
A favor de dejarse ir como está juegan razones bastante más poderosas. La primera es que por mucho que busque, Mariano Rajoy no va a encontrar nadie mejor para el trabajo. Si se pretende desmantelar la sanidad pública, la educación pública o la Seguridad Social, cuesta imaginar perfiles mejor preparados que Ana Mato, Wert o Fátima Báñez. La segunda es que la encuestas pronostican que el castigo que los votantes populares van a infligir en la Europeas será severo, pero no mortal. Con unas tiritas bastará. No hace falta abrir en canal al Gobierno. La tercera es el propio Mariano Rajoy. Rodeado de semejante catálogo de fenómenos, la figura del presidente se alarga y agranda hasta la normalidad.
El país necesita otro gobierno que intente arrancar una economía que trata de levantarse y andar pero carece de fuerzas, además de una sociedad que se desmembra y destartala cada día un poco más, pero Mariano Rajoy no; esta gobierno le sirve, al menos de momento.