Hace bien poco que ha terminado el juicio con mayor cobertura mediática de los últimos años, el que ha versado sobre si cierto sujeto dio, o no, muerte a sus dos hijos, incinerándolos en una hoguera en la finca de los abuelos paternos. Ha sido un juicio ante el Tribunal del Jurado, lo que ya de por sí llama poderosamente la atención del público, por las reminiscencias cinematográficas que trae el escenario. Pero sobre todo, ejerce una innegable fascinación el horror en estado puro que representa la tesis de la acusación, que ha sido dada por probada por nueve personas ajenas al mundo del Derecho.
Pero saliendo de la Sala, me llama poderosamente la atención el despliegue mediático sin precedentes, con un seguimiento prácticamente al minuto. Ha sido superior, incluso, a la retransmisión de la vista oral del procedimiento por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. La proliferación de tertulias de sucesos en la práctica totalidad de los canales generalistas de televisión (lo que, con sorna no exenta de cierta amargura, se llama en el oficio “el tribunal de Ana Rosa”) ha llevado a los espectadores de toda España imágenes diarias del juicio, incluso con conexiones en directo.
En algún blog he leído encendidas defensas de dicha cobertura, alabando su exquisito tratamiento, y el ecuánime análisis realizado por los periodistas. Ya. Sólo hay un pequeño problema, el que se deriva del enunciado del campo de la física cuántica del que viene el título de hoy: que el observador modifica el objeto observado.
Pongámonos técnicos. El artículo 42 de la Ley Orgánica de Tribunal del Jurado establece que la celebración del juicio se regirá por los artículos 680 y siguientes de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Si nos vamos al vetusto texto procesal, el citado artículo dice que los debates del juicio serán públicos bajo pena de nulidad. Es decir, que todo el mundo puede acudir a la vista oral, a menos que el juicio se celebre a puerta cerrada por decisión del magistrado-presidente.
¿Todo el mundo? Bueno, hay una ligera excepción. El artículo 704 LECr. dice que los testigos tendrán que esperar en una sala anexa, sin comunicación con los que ya hayan declarado, ni con ninguna otra persona. La idea es mantener sin contaminar a dichos testigos, que entren a contar lo que sepan, absolutamente vírgenes de lo que acontece dentro. Este principio ha llegado a tal punto que, en algún juicio, se ha llegado a prohibir, a miembros del público, que tuiteen lo que sucede dentro de la Sala. El conocido abogado, y colaborador de Eldiario.es, Carlos Sánchez-Almeida (@bufetalmeida), lo ha experimentado en persona, tal y como glosaban en el blog Privacidad Lógica, hablando de esta misma cuestión.
Si siguen el enlace anterior, verán que la constitucionalidad de la presencia de medios de comunicación en el interior de las salas de juicios está fuera de toda cuestión, sean periodistas de prensa escrita, radiofónica o televisiva.
Lo que me inquieta hoy va un poquito más allá, dejando de lado la relativa (muy relativa) incomunicación de los testigos. Y es que el mismo artículo 42 de la Ley del Jurado, al que me refería antes, señala que los acusados deben estar situados de tal manera que puedan tener comunicación inmediata con su defensa. En la práctica, esto se plasma en que el acusado está sentado junto a su abogado o abogados, en estrados, en lugar del banquillo de los acusados, lugar tradicional de la práctica judicial española.
Y hasta aquí ha llegado la prensa en el caso Bretón. Durante el transcurso del juicio, se ha llegado a ver, y oír, en televisión, cómo el acusado se comunicaba con su abogado, comentando determinadas incidencias del juicio, del desarrollo de las pruebas y demás. Se ha podido escuchar, por ejemplo, con total nitidez, cómo el acusado le recalcaba a su letrado determinados puntos que consideraba dudosos en la cadena de custodia de los huesos. Se trata, ni más ni menos, que la prueba de cargo definitiva para demostrar el fallecimiento de los niños y, por ende, poder achacarle unas muertes que hasta ese momento, ni siquiera se podía demostrar que hubieran sucedido.
Recordemos que la comunicación cliente-abogado es sagrada. Recordemos que, en este país, un juez ha resultado expulsado de la carrera judicial, tras ser condenado por prevaricación, precisamente por haber establecido escuchas respecto de las conversaciones entre abogado y cliente.
Y sin embargo, conversaciones que tendrían que haber permanecido en ese reducto sacrosanto de privacidad, han quedado aireadas a los cuatro vientos por obra y gracia de la tele. Durante el transcurso del juicio. Permitiendo a las acusaciones modificar su estrategia sobre la marcha, enmendar posibles errores y reconducir su línea de interrogatorios.
Desconozco si esta pequeña comedura de tarro particular que les expongo hoy tendrá la más mínima relevancia en las fases procesales que restan a este procedimiento, como el ya anunciado recurso de casación ante el Tribunal Supremo. Pero tendría muchos bemoles que una sentencia condenatoria, por crímenes realmente horrendos, pudiera quedar anulada porque se vulneraron los derechos del acusado, sólo por arañar unos puntos de audiencia.