Hace un par de días Iker Armentia publicaba en este diario un artículo titulado En España nunca pasa nada en el que, en pocas líneas, pero con ejemplos contundentes, describía cómo en España el Estado no solo está dejando de ser a marchas forzadas el garante de los derechos de los ciudadanos, sino que incumple sus obligaciones legales cada vez con más desfachatez a fin de que ningún incidente que no sea de agrado del Gobierno disturbe su tranquilo ejercicio del poder. Lo que viene a decir Armentia es que, siendo gravísimo el asunto, nadie, o sólo unos pocos, creen que merece la pena reaccionar ante hechos como los que se describen en su artículo. Y lo cierto es que ambos extremos –la violación de derechos y la insensibilidad, de las instituciones y de los ciudadanos, a las mismas– están configurando un escenario tenebroso: el de la ruina de nuestra democracia.
Porque cuando un servidor público desatiende su deber o se excede ilegalmente en sus supuestas atribuciones –hasta llegar a hechos tan dramáticos como los de la playa de Ceuta– y el sistema no aplica las normas que castigan esos comportamientos, lo que se está instaurando es la impunidad. Y la base sobre la que está construido todo el entramado democrático es justamente la de que nadie, por mucho poder que tenga o por mucho que luzca su uniforme, puede sustraerse a la acción de la ley y a sus procedimientos. La impunidad es, en cambio, uno de los rasgos característicos de los sistemas totalitarios.
Y no hace falta ir muy lejos para saber en qué consiste: cualquier ciudadano que viviera aquellos tiempos, incluso siendo un niño, debe recordar que en el franquismo eso no sólo era moneda corriente, sino también una de las claves de su dominio sobre la gente: porque aceptando sin rechistar tal impunidad –porque creían que eso era lo que les traía más cuenta– los españoles conferían al régimen un plus de poder que lo convertía en intocable. El miedo a levantar la mano era mucho más eficaz que la represión contra las minorías que se atrevían a hacerlo.
No estamos, ni mucho menos, en una situación como esa. Pero estamos caminando en esa dirección. Los hechos que acaba de protagonizar Esperanza Aguirre en la Gran Vía madrileña sólo se entienden si suponemos que ese sentimiento de impunidad está muy consolidado en los ambientes del poder de la derecha. Porque, ¿qué ciudadano corriente se atreve a escaparse de unos policías cuando éstos le han retenido, sabiendo la que le puede caer si lo hace? Sólo alguien que cree que no le va a pasar nada. Y, por cierto, ¿cuál fue realmente la diligencia policial pendiente que la expresidenta de la Comunidad madrileña quiso evitar huyendo de los agentes? Se debería aclarar muy bien este extremo.
Todo, o cuando menos buena parte de lo que está ocurriendo desde hace un tiempo, cada vez más largo, confluye y alimenta esta deriva inquietante hacia la dilución del Estado de derecho. Desde la impunidad de los banqueros a la corrupción, pasando por la inanidad creciente de nuestro parlamento. Pero otro ingrediente fundamental del proceso es la pasividad de la gente ante la lista interminable de hechos que lo jalonan. Si los abusos sin castigo que se están produciendo en España son impensables en países como Francia o el Reino Unido y otros cuantos más, no es sólo porque las instituciones que velan por los derechos de los ciudadanos tienen en ellos muchas menos dudas en actuar en esos casos que aquí, sino también porque el poder ejecutivo sabe que la reacción ciudadana a la tolerancia contra los excesos y los fallos del poder puede serle fatídica.
El papel de la prensa, en cuanto portavoz activo de los intereses de la ciudadanía, es decisivo en esa relación. Aquí, los grandes medios de comunicación, que en la primera mitad de nuestro corto periodo democrático desempeñaron activamente esa función, han dejado, sin más, de ejercerla. Los hechos que relata Armentia en su artículo, y otros muchos más que se podrían añadir a la lista, aparecen sólo ocasionalmente en sus páginas y noticiarios y únicamente como noticia de color o espectacular, casi nunca como base de una reflexión sobre lo que está ocurriendo o como base de una denuncia de los peligros de fondo que tales acontecimientos implican.
Pero si la desidia o el silencio de la prensa –con la excepción de algunos medios aún minoritarios– es cómplice del deterioro democrático, la insensibilidad de buena parte de la ciudadanía ante los excesos del poder es la condición necesaria para que éste no vea necesidad alguna de modificar sus comportamientos. Y, lo que es peor, para que se anime a dar nuevos pasos en esa dirección.
Los motivos de esa pasividad son muchos y vienen de lejos. El proceso de construcción de un espíritu democrático popular sobre los rescoldos del franquismo empezó a pararse hace ya casi dos décadas gracias a las formas aberrantes que entonces adoptó la lucha política. Los escándalos de corrupción o el del GAL contribuyeron poderosamente a ello. El "todo vale" y la euforia de los años de bonanza económica dejaron muy de lado las inquietudes democráticas de la mayoría. Y la crisis, que ha convertido al "sálvese quien pueda" en el lema que orienta las preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos, ha hecho el resto.
En España hoy no existe la amenaza directa de las formaciones de ultraderecha. En varios países europeos en los que la democracia está mucho más arraigada entre la gente, sí. Tal vez justamente por esto último. Y sin olvidar que los ultras, por muchos que sean, son en ellos sólo una minoría. Aquí el peligro es que los requisitos de base del fascismo se vayan introduciendo por la vía de la práctica en el sistema hasta impregnarlo completamente. Y puede que en eso estemos.