Vivimos bajo el reinado de Ocho apellidos vascos. Con diez millones de euros de recaudación y miles de espectadores en su balance, la película de Martínez Lázaro ha conseguido llevar hasta las salas todos aquellos tabúes regionales que España no se había atrevido a exorcizar. En palabras del presidente recientemente difunto, podemos definir el fenómeno como "la elevación a categoría cinematográfica de 'normal' de lo que en la calle es simplemente normal". Un éxito sin matices. Un éxito explicable. ¿Pero qué pasa cuando ocurre lo contrario? ¿Qué pasa cuando se estrena una película que nos habla de lo que ocurre en la calle sin utilizar las palabras -o las imágenes, o simplemente la ortografía- que son habituales en la calle? ¿Cómo descodificamos una historia de la que no podemos hablar con argumentos lógicos, ante la que solo podemos reaccionar emocionalmente?
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