Es habitual que, en un contexto en el que crecen las desigualdades y la pobreza, los gobiernos tiendan a criminalizar las demandas y manifestaciones de la ciudadanía, con el objetivo de evitar que una enorme reacción popular termine expulsándoles. Es lógico que teman la movilización social.
El pasado verano, sin ir más lejos, el Fondo Monetario Internacional publicó un informe sobre España, en el que señalaba dos aspectos que podrían “comprometer el esfuerzo de reforma”. Cuando dice reforma, leáse más recortes. Esos dos aspectos eran: la tensión social y un cierto debilitamiento del bipartidismo.
Para evitar que crezca la ‘tensión social’, las protestas, las manifestaciones, no hay mejor estrategia que la de intentar estigmatizarlas. Y eso es lo que lleva haciendo el Gobierno desde hace tiempo: El 15M fue un movimiento de perroflautas y antisistema, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca es el entorno de ETA, y ahora las Marchas de la Dignidad son violentas y neonazis. El país se tambalea, se empobrece de forma vertiginosa, y ante ello las autoridades refuerzan sus estrategias para mantenerse en el poder. Nada nuevo en la historia.
Ahora bien, a la hora de informar y de analizar la actualidad hay que tener en cuenta el contexto político y económico en el que nos encontramos y asumir que las fuentes de información oficiales no son suficientes para saber qué está pasando. Quien crea que los mensajes procedentes de las autoridades no deben ser cuestionados y contrastados estará haciendo un flaco favor al periodismo.
Dentro de los parámetros del Gobierno, toca criminalizar el 22M, tergiversarlo, reducirlo a un episodio violento. Se presentan multas contra los organizadores de las marchas, se les abre expediente, e incluso se muestran pruebas falsas para inculpar a los manifestantes.
A veces hay contextos que entendemos mejor si los observamos con cierta distancia.
Cuando las fuerzas de seguridad egipcias dispersaron la enorme manifestación de Tahrir en 2011 entedimos que allí había un problema con la libertad de protesta. Cuando los medios egipcios silenciaron o minimizaron las revueltas, comprendimos que había un déficit en la libertad de información. Cuando las autoridades de El Cairo arrestaron a activistas, blogueros y manifestantes lo interpretamos como un intento de criminalizar las movilizaciones.
Si algún integrante de las fuerzas de seguridad de un país árabe se pasea por las televisiones mostrando pruebas falsas- armas- para inculpar a manifestantes, lo interpretaríamos como síntoma del deterioro de su Estado de derecho.
Somos capaces de percibir la represión y los recortes de libertades en territorios ajenos. Sabemos que algunos países hacen uso de grupos de infiltrados para enturbiar las protestas. Otros recurren a la propaganda para neutralizar manifestaciones. Pero pensamos que eso siempre pasa fuera, nunca en España.
La reacción de las calles fuera de nuestras fronteras puede llegar a parecernos algo lógico y, según el caso, legítimo y necesario. La prensa estará incluso dispuesta a barnizar de una pátina romántica determinadas desobediencias extranjeras, como ocurrió con Túnez, Egipto o más recientemente Ucrania. Pero cuando se trata de las nuestras, la cosa cambia.
Aquí aún nos creemos que esto es un Estado de derecho donde todos somos iguales ante la ley, donde las fuerzas de seguridad se comportan siempre de forma ejemplar y donde las autoridades nunca mienten, ni roban, ni abusan del poder para enriquecerse.
Partir de esa base es fallar estrepitosamente en el análisis de la actualidad. Este país se encuentra en un punto de inflexión que han venido a observar incluso integrantes de la OSCE, como antes lo hicieran en Grecia, para vigilar el experimento al que nos están sometiendo y ver hasta dónde llega la capacidad de aguante de la gente, de la calle.
Por el escenario instalado en Colón el 22M pasaron discursos frescos, exigencias necesarias, posiciones interesantes y muy legítimas. Hablaron mujeres y hombres, desempleados, excluidos sociales, activistas, afectados por los recortes. Pero eso no interesó a buena parte de la prensa.
Todas esas personas fueron elegidas en asamblea por las Marchas de la Dignidad para hablar en público. Representaban el sentir de la movilización, en la que participaron miles y miles de ciudadanos. Pero sus palabras no se consideraron noticiables. Sin embargo, lo que un grupo de jóvenes, algunos encapuchados, hizo después de la concentración sí fue tratado como algo de remarcable actualidad.
Se ha cogido la parte por el todo: se señala la violencia protagonizada por un grupo minoritario para concluir que el 22M debe ser expedientado y estigmatizado. Pero a las ya habituales cargas policiales contra manifestantes pacíficos se las llama orden.
A los eslóganes que se corean en las protestas reivindicando derechos los tachan de antisistema. Pero los discursos oficiales que tratan de convencernos de que la pobreza es inevitable son una llamada a la responsabilidad.
Salirse del arcén de una autovía y ocupar parte de la calzada en una marcha de protesta hacia Madrid es uno de los motivos por los que la Delegación del Gobierno abre expediente contra los organizadores de las Marchas de la Dignidad. Pero seis millones de parados, una brecha entre ricos y pobres récord en la UE y los recortes drásticos en servicios sociales y en libertades no son suficiente para que podamos abrir expediente al Gobierno.
Mientras las Marchas de la Dignidad estudian impulsar una nueva movilización para exigir derechos fundamentales, el Gobierno intenta neutralizarlas. Cuenta para ello con grandes aliados. Las consecuencias de semejante estrategia pueden ser impredecibles. La historia nos muestra trágicos ejemplos de lo que ocurre cuando las manifestaciones no sirven, cuando las palabras no cuentan, cuando los intereses de la gente no importan, cuando las exigencias no son escuchadas.
La violencia que el Estado está ejerciendo sobre nosotros, convenciéndonos de que merecemos vivir con nuestros derechos menguados y nuestra libertades recortadas, ha provocado ya efectos devastadores en una parte importante de la población, víctima de la exclusión social y la pobreza. Que ante ello algunos de los principales afectados reaccionen en vez de resignarse, convirtiéndose incluso en nuevos sujetos políticos, es una magnífica noticia para la democracia.
El carácter multitudinario y heterogéneo del 22M simboliza la presentación de un expediente contra el Gobierno. Un buen comienzo.