El cardenal Antonio María Rouco Varela se sentaba este martes por última vez a presidir la Asamblea Plenaria de obispos españoles, que ha gobernado, con una intermitencia de tres años, desde 1999. Y no fueron pocos los creyentes que han celebrado el momento. ¿Tan malo es el balance de su paso por la Conferencia Episcopal?
Los humanos tendemos a dividir a nuestros congéneres, con sumo maniqueismo, entre buenos y malos. Más aún a quienes representan instituciones de tanto calado como la jerarquía de la Iglesia. Y huyendo del mismo, alguien procedente de la versión más profética de esa misma Iglesia lo disculpaba estos días diciendo que también tenía cosas buenas: "Es extremadamente inteligente, un gran teólogo, con más capacidad para el diálogo de la que le gusta aparentar".
Y ahí está el principal de los defectos de su gestión al frente de la Conferencia Episcopal: la apariencia. La imagen de frialdad, dogmatismo, ausencia de capacidad para el diálogo que tanto ha dañado por extensión a toda la Iglesia. Muchos creyentes se han sentido avergonzados porque sus obispos, liderados por Rouco, no han estado a la altura de la gravedad de la crisis económica y política que vivimos. Porque no han hablado del drama de los desahucios, de la tragedia de los inmigrantes que mueren en las vallas o en las pateras, de las mujeres asesinadas por la violencia machista, del paro. O sí lo han hecho, ¡pero con la boca tan pequeña! Sin buscar responsabilidades, sin exigir cambios. Cambios que sí han exigido cuando se ha tratado de la asignación tributaria, la clase de Religión, el matrimonio gay o el manoseado aborto. Y lo han hecho, estas veces sí, con hiriente contundencia. Al frente de grandes concentraciones y manifestaciones. Con un discurso aleccionador y en posesión absoluta de la verdad, su verdad. Pretendiendo imponer a toda una ciudadanía la moral particular, como si la implantación de la democracia y el fin del nacional-catolicismo no se hubieran producido hace años ya.
Y Rouco ha estado al frente, sí. Como ha sido el protagonista de las instantáneas en que la Iglesia se daba la mano con el poder económico y la banca para financiar la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, mientras los despidos y los embargos se cebaban con los más desfavorecidos en esta España de ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más empobrecidos. Con los empobrecidos, por cierto, estaba la otra Iglesia. La que reivindica los derechos, lucha contra los recortes, denuncia las injusticias, acoge, consuela. Y puede que Rouco algún día se pasara por allí (no me consta), pero no lo hizo con luz y taquígrafos, ante los mismos medios que no se cansan de retratarlo hierático, distante, clerical, censor, autoritario, hermético.
Rouco ha estado al frente, sí, de la versión menos cálida de la Iglesia. Pero no ha estado solo. Se lo han permitido. Y alabado y defendido desde el más puro corporativismo. Los obispos españoles tienen estos días la oportunidad de enmendar el error. Pero, aun si lo hacen, ya será tarde. Porque habrían podido optar mucho antes por dar el relevo a un rostro eclesial más misericorde y cercano, más públicamente dialogante, más respetuoso con una ciudadanía cada vez menos católica y más distanciada de la Iglesia oficial. Por eso ahora no vale con cargar las culpas sobre Rouco Varela como si fuera el resumen de todo lo malo que le ha ocurrido a esta Iglesia en estos tiempos; y pensar que porque se marche todo estará resuelto. No. Ni siquiera vale con acusar a los obispos, ojo. Porque los creyentes de a pie, esos a los que Rouco no gustaba, a los que ninguneaba o amedrentaba con sus vetos y censuras, no han levantado suficientemente la voz en estos tiempos. Y sólo han tomado la iniciativa en pequeñas dosis y pequeñas comunidades, pero no como una voz firme y multitudinaria, que lo es.
No son pocos los teólogos y las teólogas, los laicos, los párrocos y religiosos que esperaban con interés que llegara este día. Que acabara el tono homilético, apologético y apocalíptico de sus discursos al frente de una Iglesia que es mucho más plural, abierta y acogedora que todo eso. Que se empezara a respirar aquí también el aire fresco que está trayendo al Vaticano el papa Francisco. Pero me temo que la sucesión no ofrecerá demasiadas novedades. Porque, ¿de dónde vendrán? ¿De un episcopado diseñado desde hace años por el propio Rouco? Dicen que la esperanza es lo último que se debe perder, y ojalá así sea. Pero mientras nos desperezamos del letargo y nos liberamos de la censura y el miedo, no olvidemos que la solución no está en cambiar de rey, sino en cambiar las reglas del juego.