Por decirlo rápido y pronto: si mi herencia, mi hacienda y mi futuro se encontraran en manos de alguien que cree que acabamos de pasar felizmente por el Cabo de Hornos, buscaría para él -o ella- alivio en la psiquiatría y, posiblemente, intentaría inhabilitarle para no quedarme con lo puesto.
Nos gobierna alguien que ha elegido como ministro del Interior a un señor que va condecorando vírgenes, y a otro que se propone defender concebidos buscándolos bajo las piedras.
Lo del caballo de Calígula está empezando a convertirse, para nosotros, en una posibilidad no desdeñable. Es más, entre las vírgenes condecoradas y un caballo relinchando paganamente en el Senado, elijo lo último, si es que puedo elegir.
Si don Mariano cree que es cierto lo que dicen de él sus medios de comunicación subsidiados y, más mejor aún, si cree que es verdad lo que en las sesiones parlamentarias de estos días ha brotado de su propia boca, entonces nosotros tenemos otro problema añadido al de simplemente vivir en este país y conseguir que nuestros hijos salgan adelante. Tenemos que gestionar el ego que él habita, y sus consecuencias.
Todo poder entraña pérdida del sentido de la realidad, algo que, por desgracia, nos hemos acostumbrado a asumir. Sin embargo, que casi simultáneamente en el tiempo se vean involucradas en nuestra gobernanza la Tierra de Fuego y Nuestra Señora del Amor, a mí me sobresalta, me sobrepasa y me sobre irrita.
Pero la cosa puede ir a peor.
Considerando que nos hallamos en el arranque electoral ante las europeas y que, aunque Rajoy no sea candidato, no dudará en respaldar al postulante, creyendo que le otorga un favor, ¿quién va a hacerle la foto para el póster, que le mostrará levitando? ¿Habrá un concurso público, o recurrirá directamente a Pixar?
Lo cual me lleva a otra interrogación, todavía más grave. ¿Qué ocurrirá cuando el presidente del Gobierno pierda gas en los carteles y en la vida, y se desplome sobre los españoles? Pues si la carrerilla de arranque para echarse a volar nos ha costado estar como estamos y sentir lo que sentimos -yo chapoteo en el asco hasta la campanilla-, me pregunto qué puede sucedernos cuando se desmorone, plof-plof-plof, y caiga sobre nuestras cabezas, hecha hilillos sin prestigio, su seguridad de estatua de sepulcro, y esa pose de prócer que entran en el casino con los íntimos de su círculo de medios arrecogíos sujetándole los faldones del chaqué. ¿Qué pasará si un día se mira al espejo y ve lo que nosotros? Es decir, si ve al tipo que escogió a un ministro del Interior que encuentra normal plantar en la frontera cilicios en forma de cuchillas y que hace sonar sus maracas entre las fuerzas del orden, al ritmo de cantos piadosos.
¿Qué haremos cuando el viento de la realidad barra las banderolas y arroje los pegajosos desperdicios del globo presidencial por asfaltos y aceras? ¿Tendremos que deslizarnos por las calles evitando los fanales y ajustándonos a las paredes? ¿Cómo haremos para resistir el tsunami de caspa?
Pero la cosa puede ir a peor. Es decir, podríamos quedarnos así, soportando las ocurrencias. El Gobierno seguirá aumentando su presupuesto para campañas publicitarias institucionales y los medios sobornados continuarán batiéndole palmas y devolviéndole al presidente la imagen de lo que él cree ser.
Si fuera mi abuela ya le habría regalado una camisa de ruedas.