¿Así de fácil, eh? No, si ya le veo venir: usted es de los que todo lo arreglan “en dos patadas”. Se captura a unos culpables, se les da garrote en la plaza, y asunto concluido: los demás ya somos inocentes.
En mi ingenuidad creí que este interesante artículo invitaba a reflexionar sobre la complejidad de la cuestión y señalaba hasta qué punto nos implica a todos. Su lectura, que me parece propia de Poncio Pilatos, es la de lavarse las manos, simplificar y señalar al culpable para darle su merecido. Se ahorca a unos guardias y a un par de políticos y todo arreglado. Bueno, a lo mejor arrastra usted también al paredón a algún banquero, de la que estamos. Una forma de razonar que ya conocíamos, por otra parte: el terrorismo se acaba en dos patadas fusilando a unos cuantos o montando el GAL, etc.
¿De verdad usted, o ese dolor suyo, tiene como “meta final” el castigo? Pues que Dios le ampare y le bendiga. A mí me parece que la “meta final” sólo puede ser, tras la reparación en lo posible del daño causado, impedir que pueda volver a repetirse. Entiendo que eso es mucho más laborioso y desagradable, porque también nos exige cambios a usted y a mí; no basta con colgar a los “culpables”, porque también es nuestra forma de vida la que hace posible que haya “culpables”.
En realidad, ¿para qué necesitamos encontrar un culpable, si no es para garantizar nuestra inocencia? Es el primitivo razonamiento del chivo expiatorio: si señalo un culpable, soy inocente.
Nosotros no somos culpables, no somos racistas, no somos ricos, no nos sentimos amenazados por la inmigración, nosotros somos almas buenas que le daríamos hasta la camisa y la tarjeta de crédito al primer negro que llegara a nado, nosotros somos inocentes precisamente porque hay culpables. Benditos sean, cuánto necesitamos a los culpables, que siempre son otros, ¿verdad? Así que vamos de una vez a colgarlos en la plaza para que no quepa ninguna duda. Su “meta final” parece que quizá no es otra que su propia inocencia.
Antes esto se conocía como fariseísmo. El fariseo es el que edifica su propia bondad a partir de la maldad de los demás. Yo no soy como ellos, los malos: ése es su lema. Recordará sin duda aquella parábola que Jesucristo dedicó, según dice Lucas, a los “convencidos en su interior de que eran justos, y despreciadores de los demás” (Lucas, 18, 9-14). Quien tiene como “meta final” la culpa de los otros entona la miserable oración del fariseo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres (ladrones, injustos, adúlteros) o incluso como ese publicano”. Mientras el fariseo rezaba en el centro del templo, el publicano aquel estaba, lo más lejos posible, acusándose de sus propios pecados, y Jesucristo advirtió: “éste bajó a su casa justificado, y aquél no; porque todo el que se eleva será rebajado, pero el que se rebaja será elevado”.
El fariseo escudriña sin cesar en busca de la culpa de los otros, con la única “meta final” de que sean castigados, porque la maldad ajena, sancionada por el castigo, es la mejor garantía de su bondad; los pecados de los otros son la escalera que usa para elevarse. El publicano en cambio, “quedándose lejos, ni siquiera quería levantar los ojos al cielo”, sino que buscaba la parte de culpa en su interior.
Al leer el artículo de Paz Vaello creí que nos interpelaba para que no fuéramos fariseos, y en ese sentido pensé en cuánto nos callamos todos en relación con los inmigrantes, cuánto pan llevamos en la gorra, cuántas contradicciones y qué necesidad tan grande tenemos de justificarnos.
Quizá fue un flagrante caso de “misreading”, una lectura fallida, en vista del tenor de los comentarios, que parecen un cementerio repleto de sepulcros blanqueados.