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El riesgo de una salida populista en la España de hoy

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La crónica de la vida pública española es un relato de fracasos, desatinos, despropósitos y, sobre todo, de la incapacidad de los que mandan, o de los que tienen un mandato representativo, para resolver en beneficio de la colectividad los graves problemas que tiene el país. La sensación de que la ineptitud es generalizada, o de que esos problemas superan a quienes habrían de hacerles frente, hace imposible un debate mínimamente racional sobre lo que está ocurriendo y sobre lo que debería hacerse para que dejara de ocurrir.

El espacio público ha quedado en manos de la propaganda o de los tribunales –cuyas peripecias ha sustituido ya casi todo a la acción política y a la información política misma–, mientras, como era de esperar, crece el coro de los ciudadanos que piensan que lo mejor que podía pasar es que todo el entramado público se viniera abajo, aun cuando no tengan ni mucho menos claro qué podría sustituirle.

Ese estado de ánimo, que confirman hasta la saciedad todas las encuestas, por amañadas que estén, es una condición necesaria para que se abra paso lo que se ha venido a llamar "solución populista". Un término que tiene una fuerte carga negativa, porque, hasta ahora, sus manifestaciones concretas han terminado por identificarse con las posiciones de la ultraderecha, las de los partidarios de suprimir las libertades, al menos para amplios sectores de la sociedad, al tiempo que, a la postre, sus líderes y su acción política confluyen con los intereses de las clases poseedoras o más favorecidas. Pero que por mucha animadversión que produzca no puede despreciarse, y menos en estos momentos.

Porque la tentación de mandar todo a freír espárragos, de abrazar soluciones demagógicas, sin darles muchas vueltas, es grande cuando el único antídoto contra el populismo, que es la democracia, está tan deteriorado. Aquí y en otros países. Pero en el nuestro aún más, si cabe, porque la brevedad del experimento ha impedido que los hábitos democráticos calen en los comportamientos colectivos y de las instituciones y se conviertan en hábitos naturales. Teniendo, además, en cuenta que la dictadura franquista es aún un referente activo, aunque a un joven le parezca un pasado remoto.

Aunque ninguno de nuestros dirigentes políticos lo quiera reconocer, ni de lejos, el sistema político que surgió de la Constitución de 1978 sufre una crisis profunda, de la que lo más probable es que no vaya a poder recuperarse. Y un día, antes o después, habrá de ser sustituido por otro. Si es democrático, como cabe desear, habrá de estar construido sobre bases nuevas. Pero no cabe excluir el riesgo de que el cambio tenga otro cariz, y que esas tendencias populistas que hoy se detectan en amplios sectores de la población hayan coagulado para entonces en torno a una serie de personajes dispuestos a darles forma política.

Hoy por hoy, no hay signos de que algo de eso esté tomando cuerpo. Pero sí se observan actitudes y movimientos –y no sólo en la derecha– que rápidamente podrían girar hacia ello. Y como se ha visto demasiadas veces en el pasado, cuando se dan las condiciones oportunas, esos procesos se verifican con una rapidez pasmosa.

En el escenario actual hay demasiadas cuestiones abiertas que pueden reforzar esas tendencias. La situación económica y del empleo –que no mejora para nada, diga lo que diga Rajoy–, y las dificultades crecientes de amplios sectores de la población es la más evidente, entre otras cosas porque va a ser un dato inamovible aún durante una larga partida de años.

El problema catalán es tal vez aún más inquietante a corto plazo, porque una previsible reacción nacionalista española a cualquier iniciativa que provenga de más allá del Ebro podría potenciar a la ultraderecha, como siempre ha ocurrido en situaciones similares frente a las tendencias separatistas. Y, aunque la lista es más larga, la realidad profunda y amplia de la corrupción es el argumento contra el que choca, sin capacidad de respuesta, cualquier defensor del actual sistema de partidos frente a otras opciones.

No se sabe si en el interior de esos partidos hay alguien que advierta del riesgo del populismo en España. Si lo hay, está claro que sus advertencias no tienen mucho éxito. Prácticamente ninguno de los movimientos políticos a los que asistimos, si es que se les puede llamar así a acciones que no van mucho más allá de la propaganda, cuando no son de pura autodefensa, tienen efecto alguno contra esas corrientes.

No pocos de ellos, las estimulan, incluso, consciente o inconscientemente. Se diría que nuestro poder político constituido ha decidido dar la espalda a ese y otros peligros. Y actuar como si la situación actual no fuera de emergencia. Puede que tengan razón, que por muchas crisis que haya en acto, el entramado actual aún tiene capacidad para resistir, aun en medio del desprecio de la mayoría de la gente. Pero si se equivocan, apañados estamos.



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