Esta semana se estrena en cartelera Saving Mr. Banks, aunque también podría haberse titulado 'Acoso y derribo'. La película nos cuenta la campaña de Walt Disney para conseguir los derechos de Mary Poppins, de la escritora P. L. Travers. En la versión edulcorada que lleva a cabo John Lee Hancock, Walt es un tipo encantador. En realidad idealiza una relación que estuvo más cerca del caos que del colegueo.
Muchas sombras rodean a Disney, pero de esa lista negra ya se encargó Meryl Streep. Del intercambio de royalties sabemos que Disney utilizó toda su artillería pesada para convencer a Travers, como la confesión de que sólo quería hacer felices a sus hijas. Como es natural, uno no construye un imperio sin barrer para casa. La de Mary Poppins es una de las jugadas más limpias en la historia de la factoría de los sueños, pero no todas lo fueron. Pasen y vean.
Ley de protección de Mickey Mouse
Una de las estrategias que garantizan la permanencia de Disney en el limbo de las empresas bursátiles es el copyright. Desde sus humildes comienzos como polizón en un barco de vapor hasta convertirse en el residente más famoso del Reino Mágico, Mickey Mouse ha trabajado de muchas cosas. Incluso como modelo de las campañas más agresivas para el apoyo a los derechos de autor.
Hasta hace relativamente poco, las grandes obras entraban en el dominio público para beneficio de todos los demás. Cualquiera puede sacarle partido a la Quinta Sinfonía o reutilizar al hidalgo don Quijote. Tanto Beethoven como Cervantes son autores libres para la reproducción, distribución y remezcla. Esto no les hubiese ocurrido de haber nacido unos cuantos siglos después.
Las leyes que protegen los derechos de autor en América han sufrido numerosas ampliaciones en los últimos tiempos. Al principio fueron 28 años, después se amplió el plazo a 56, más tarde se le sumó un plus de 50 años tras la muerte del autor y finalmente los grandes éxitos de Hollywood se extendieron hasta los 75 años. Para entender qué tiene que ver Mickey con todo eso, hay que remontarse a octubre de 1998, cuando el presidente Bill Clinton salvó al roedor de su ineludible destino.
Aquel otoño, el Congreso de Estados Unidos revisó el sistema y aprobó "La Ley de Extensión del Plazo de Sonny Bono", popularmente conocida como la ley de protección de Mickey Mouse, por la que Disney pagó 6,3 millones de dólares en forma de donación para la campaña de Clinton. De no ser por eso, Mickey habría entrado en el dominio público en 2003.
El reino de la hipocresía
El impacto de la extensión del copyright es inmenso. No sólo mantienen congelados a los iconos de la cultura popular, sino que impiden la reedición y recuperación de obras más desconocidas, que se olvidan en una espiral de protecciones a los intelectos del autor. También pierden su capacidad divulgativa. De hecho, una ironía que ilustra la importancia de que las obras pasen al domino público es ver películas de Disney.
Que Disney saque pecho ante la posibilidad de perder a su ratón más preciado no es una maldad. Pero es que el propio Mickey era una adaptación. Su germen fundacional, el corto Steamboat Bill, es una parodia de una película muda llamada Steamboat Bill Jr, por la que Disney no pagó ni un centavo. Y justo cuando el querido Willie y su barco estaban a punto de zarpar hacia la libertad, Clinton les cerró la esclusa. Por eso dice Lawrence Lessig, fundador de Creative Commons, en su libroCultura Libre que la ley del copyright sufre una extensión cada vez que Mickey Mouse va a entrar en el dominio público.
También dice Lessig que Disney no quiere que alguien haga con Mickey lo que él hizo con el legado de otros insignes autores: por Blancanieves, La Cenicienta, La bella durmiente, Pinocho, Alicia en el país de las maravillas o La sirenita, nada tuvo que pagar Disney a los herederos legítimos de Eisner, los Grimm o Carroll. El mejor malvado es el que sabe esquivar las maldades que él ya ha cometido.
Cuando Disney saca las garras
No toda la estrategia de Disney ha sido defender su copyright; también ha jugado sucio. Ha perseguido hasta a los establecimientos más humildes y se ha aprovechado de la propiedad intelectual de los japoneses. Aquí reunimos algunas de sus trampas más sonadas.
Una de sus cruzadas más famosas fue precisamente contra un jardín de infancia de Florida. Llegó a oídos de la multinacional que habían dibujado en sus paredes algunos de sus personajes más emblemáticos. Afortunadamente, el asunto nunca llegó a los tribunales porque la guardería retiró voluntariamente los murales. Imagínense a decenas de niños en la calle porque su "guarde" no puede pagar una multa a su adorado Disney.
Durante la emisión de los Oscar en 1989 se realizó en directo el musical de Blancanieves. La actriz llevaba un tocado y un vestido parecidos a los de la primera película de Disney, lo que le valió una demanda de las gordas. La empresa denunció a la Academy of Motion Pictures and Science por plagio. Y lo ganó.
No respeta ni a las leyendas, por ancianitas que sean. En su película de 1952 La dama y el vagabundo, la productora contó con la voz de la cantante Peggy Lee, que firmó por la cantidad habitual de royalties por las ventas al público (entradas y proyecciones). El problema llegó tres décadas después, cuando empezaron a vender la película en VHS y no le dieron un duro, con la excusa de que la tecnología del vídeo casero no existía cuando se firmó el contrato original. Por fortuna, los tribunales fallaron a favor de Peggy Lee, que entonces tenía 70 años.
Por último, el popular caso de la historia "original" de El rey león, que en realidad no lo es. Existe un anime japonés sobre un león albino llamado Kimba que apunta peligrosamente a ser la idea base de la película de Disney. La historia y los personajes son casualmente –muy– parecidos. Mufasa, Scar, Zazú, la pequeña Nala, las malvadas hienas...: juzguen ustedes mismos. Esto sin contar con que animaliza una de las obras más famosas de Shakespeare, Hamlet. Que sí está en el dominio público.
¿Alguna solución?
Disney nunca pierde, pero no porque tenga razón. Las anécdotas como la de Steamboat Willie o El rey león soliviantan a los estudiosos, pero nada más. La única manera de enfrentarse al gigante de las ilusiones sería asumir los mil millones de dólares que comportaría el pleito. El bagaje multimillonario de Disney se lo podría permitir, de eso no hay duda. ¿Y quién más?
Doscientos años se han cumplido desde que Thomas Jefferson hablase del bien común en una carta de 1813 pero, si alguien puede desafiar la palabra de los presidentes, ese es Disney.
Además, aun sin las extensiones de copyright sería imposible utilizar la figura de Mickey sin permiso. La razón es que el propio ratoncito es una marca registrada y, a diferencia de los derechos de autor, que cuentan con fechas de vencimiento, las marcas de las compañías son válidas hasta que la empresa decida dejar de usarlas. En otras palabras, mientras Disney mantenga a Mickey en su plantilla, es intocable.