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Bangkok: división social y lucha de élites

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Una ambulancia se lleva a un hombre gravemente herido con la cabeza cubierta de sangre mientras sus enemigos queman su camiseta roja entre vítores. Pocos minutos antes, le habían despojado de su camiseta y lo habían llevado al centro de la calle desde unos soportales. Allí, algunos le rodearon para protegerlo hasta que llegaran los servicios médicos mientras otros intentaban darle patadas en la cabeza, en un par de ocasiones con éxito. Cuando la ambulancia desaparece calle abajo, el grupo vuelve a unirse a la batalla callejera que llevan un par de horas librando en la noche de Bangkok. 

La violencia ha vuelto a las calles de la capital tailandesa después de tres años de relativa calma. En el último episodio del círculo vicioso político en el que está atrapada Tailandia desde que el controvertido ex primer ministro Thaksin Shinawatra fuera derrocado por un golpe de Estado militar en 2006, la noche del sábado murieron cuatro personas y 61 resultaron heridas durante enfrentamientos entre sus seguidores, los llamados camisas rojas, y sus opositores en las inmediaciones del estadio de Rajamangala. 

“Odio a los camisas rojas, son todos mala gente”, me decía algunas horas antes en el estadio de la universidad un estudiante que se hacía llamar John, poniendo así de manifiesto la profunda brecha que ha dividido la sociedad tailandesa al menos desde el golpe de 2006. 

En aquella ocasión, precipitaron la asonada unas multitudinarias manifestaciones contra Thaksin en Bangkok. Estaban lideradas por la Alianza del Pueblo para la Democracia (PAD) y los manifestantes, en su mayor parte miembros de la clase media bangkokiana, funcionarios y habitantes del sur del país, eran conocidos como camisas amarillas, por el color de sus camisetas, vinculado al anciano rey Bhumibol Adulyadej.

Los camisas amarillas se quejaban de que Thaksin, un magnate de las telecomunicaciones que posee una de las fortunas más grandes del país, estaba usando el poder para su propio beneficio y se estaba volviendo cada vez más autoritario. Otra acusación dirigida contra Thaksin y seguidores es la de socavar el prestigio del rey y querer instaurar una república, anatema en un país en el que el monarca es poco menos que un semidiós y hasta la crítica más suave a la realeza está duramente castigada por la ley.

Pero lo que realmente molestaba a las elites de Bangkok vinculadas a la monarquía que tradicionalmente han gobernado el país es que Thaksin, un advenedizo de origen chino que procede de Chiang Mai y no de la capital, estaba amenazando su poder. Además, estaba introduciendo a hombres de confianza en el ejército para controlarlo.

Pero, tanto entonces como ahora, pocos protestaron por las políticas más brutales de la era Thaksin: la guerra contra las drogas que lanzó en 2003 y que saldó con casi tres mil ejecuciones extrajudiciales en tres meses y sus políticas en las provincias de mayoría malayo-musulmana del sur, que desencadenaron una insurgencia y contrainsurgencia que se ha saldado con más de cinco mil muertes desde 2004.

El poder de la antigua elite de Bangkok se apoya en el ejército y en la monarquía. El ejército tailandés no ha librado ninguna guerra contra un país vecino desde hace más de dos siglos, pero tiene un peso enorme en la vida política tailandesa y ha ejecutado 19 golpes de Estado, si bien algunos fallidos, desde 1932. El rey es considerado prácticamente un semidios por muchos tailandeses gracias a una fuerte campaña de propaganda que se ha prolongado durante más de cinco decenios.

Para hacerse con el poder y mantenerlo, Thaksin tenía que utilizar otros medios, y estos consistían en ganarse a las masas de votantes. Sus políticas sociales electoralistas incluyeron un sistema sanidad pública casi gratuito subvenciones a los agricultores. Cumplió algunas de sus promesas y eso hizo que los sectores sociales más empobrecidos del país, sobre todo en la atrasada región de Isán, en el noroeste del país, sintieran por primera vez que se les escuchaba en Bangkok.

Sin embargo, los detractores de Thaksin le acusan de comprar votos, una práctica común en Tailandia de la que son culpables todos los partidos, a masas ignorantes de campesinos incapaces de comprender las realidades políticas del país. También acusan a los camisas rojas de ser meros títeres del ex primer ministro, negándoles así toda legitimidad.

De este modo, pese a la intervención del ejército, a que la Junta militar que gobernó el país durante un año después del golpe escribió una Constitución a su medida, a la disolución de su partido y a que Thaksin está exiliado en Dubái para evitar cumplir una condena de dos años de cárcel por un delito de corrupción, los partidos políticos que ha ido organizando han conseguido ganar todas las elecciones que se han convocado desde entonces. No en vano, Thaksin fue el único primer ministro de la historia del país reelegido en unas elecciones, en 2005 y por una amplia mayoría.

En las últimas elecciones, celebradas en 2011, la ganadora fue su hermana, Yingluck Shinawatra, una empresaria de 46 años sin ninguna experiencia política previa a la que Thaksin calificó como su “clon”. La primera ministra, una mujer de modales suaves y una actitud mucho más conciliadora que la del agresivo Thaksin, concurrió a los comicios con el Partido Puea Thai, uno de cuyos lemas electorales era “Thaksin piensa, el Puea Thai actúa”. 

Los opositores al Gobierno llevan manifestándose desde hace semanas, cuando trató de aprobar una ley de amnistía que hubiera posibilitado la vuelta al país de su hermano. El Parlamento finalmente bloqueó la ley, pero las protestas continuaron y ampliaron su objetivo. A partir de entonces se trataba de “derribar el régimen” de Thaksin, quien muchos creen que dirige el Gobierno desde su exilio en Dubái.

“Thaksin ha destruido el país y al rey. Un extranjero no puede entender lo que nosotros sentimos por el rey. Thaksin y los suyos acusan al rey de ser rico, pero es rico porque los tailandeses le hemos dado el dinero. Sin embargo, Thaksin es rico porque ha robado y ha utilizado su poder para beneficiarse económicamente”, comentaba el sábado Narvemon Warkman, una profesora de inglés de 38 años procedente de la provincia de Ubon que lleva más de dos semanas viviendo en el campamento que los opositores al Gobierno han establecido en el centro de la ciudad.

Irónicamente, el líder de las protestas, Suthep Thaugsuban, también se habría beneficiado de la amnistía. Suthep era el vice primer ministro cuando los camisas rojas tomaron las calles de Bangkok en 2010. En aquel momento gobernaba el Partido Demócrata de Suthep, después de que el Tribunal Constitucional disolviera un Gabinete afín a Thaksin elegido en las urnas dos años antes, en lo que algunos calificaron de “golpe de Estado judicial”. En 2010, el Gobierno envió al ejército para disolver las protestas. 90 personas murieron y centenares resultaron heridas cuando los militares emplearon la fuerza, incluyendo a francotiradores que dispararon contra civiles desarmados. 

La amnistía incluía a todos los políticos implicados en la crisis política que arrastra el país desde 2006, excepto a los acusados de injurias al rey. Suthep y el entonces  primer ministro Abhisit Vejjajiva han sido acusados de asesinato  por el Departamento de Investigaciones Especiales (DSI) por haber ordenado el asalto del ejército en 2010 y la amnistía habría supuesto la retirada de esa acusación, lo que hizo que muchos camisas rojas también se opusieran a ella.

El pasado 12 de noviembre, el día en que el Senado votó la Ley de Amnistía, Suthep decidió dimitir de su puesto como diputado y se transformó en un líder revolucionario al ponerse al frente de las manifestaciones para derribar al Gobierno. A partir de entonces, las protestas comenzaron a cobrar fuerza. La semana pasada, los opositores al Gobierno tomaron el Ministerio de Finanzas y otros edificios oficiales en la capital y asediaron algunos otros con la intención de paralizar el Gobierno.

La noche del jueves, Suthep anunció su plan para una nueva política en Tailandia: un nuevo régimen que pondría en suspenso la democracia durante un periodo de transición, reduciría el número de cargos electos y estaría liderado por un “Comité del pueblo para una democracia absoluta bajo la monarquía constitucional” encabezado por el propio Suthep. El jueves pidió que los manifestantes tomaran los edificios públicos en la capital y declaró el domingo “Día de la Victoria”. El secretario general del Partido Demócrata, Abhisit Vejjajiva, decidió apoyar explícitamente las protestas y pidió a todos los tailandeses que se unieran a ellas. 

Mientras tanto, los camisas rojas organizaron una manifestación en el estadio de Rajamangala para mostrar su apoyo al Gobierno. Unos 50.000 se congregaron en el estadio, fuertemente protegido por la policía. Por la tarde, mientras los camisas rojas iban llegando, varios miles de estudiantes anti-gubernamentales se congregaban cerca de allí, en el campus de la Universidad de Ramkhamhaeng. 

Algunos grupos de estudiantes vigilaban la avenida que conduce al estadio en busca de camisas rojas, apalearon a varios de ellos, atacaron un taxi y un autobús urbano que se dirigía al estadio, destrozándolo en medio de un atasco mientras en su interior un grupo de mujeres suplicaba por su vida. Por la noche, las tensiones alcanzaron su punto álgido, cuando grupos de camisas rojas y estudiantes lucharon entre sí detrás del estadio durante horas hasta que intervino la policía. 

Durante los últimos tres días, unos 30.000 opositores al Gobierno se sumaron al llamamiento de Suthep y trataron de tomar la Casa del Gobierno y el Cuartel General de la Policía Metropolitana de Bangkok, fuertemente protegidos por muros de hormigón erigidos por la policía y centenares de agentes antidisturbios tras ellos.

Los manifestantes trataron de cruzar los muros durante dos días mientras la policía repelía los ataques con gases lacrimógenos y cañones de agua, pero todos los intentos resultaron infructuosos hasta que la policía les abrió las puertas el martes por la mañana para aliviar las tensiones. Los seguidores de Suthep incluso ocuparon brevemente la Casa del Gobierno.


Sin embargo, el “día de la victoria” anunciado por Suthep no se ha materializado todavía, pero la primera ministra se vio obligada a ocultarse el domingo en una localización secreta para evitar un posible atentado. Ambos se reunieron la noche del domingo en presencia de varios generales del ejército, entre ellos el jefe del Ejército, el general Prayuth Chan-ocha. Yingluck ofrecido a Suthep negociar, pero éste rechazó su oferta y, en una rueda de prensa posterior a su encuentro, declaró que esa era la última vez que se reunía con ella y que no lo había hecho para negociar, sino para darle un ultimátum: disolver el Gobierno antes de 48 horas.

Yingluck ofreció una rueda de prensa el lunes en la que reiteró su oferta de negociaciones y aseguró que su Gobierno no emplearía la violencia. Se mostró dispuesta a dimitir si era necesario para asegurar la paz en el país, pero rechazó el plan de Suthep para cambiar la política tailandesa y declaró que no podía actuar fuera de los límites de la Constitución.

Mientras tanto, el lunes los manifestantes retomaban el asedio a los edificios del Gobierno, así como el contra-asedio de la policía con gases lacrimógenos y cañones de agua. Desde que comenzaran las protestas, la policía ha hecho todo lo posible para evitar un enfrentamiento violento que pudiera dar pie a los militares a dar un golpe de Estado. Los vínculos entre Thaksin y la policía son bien conocidos y, en general, los agentes se inclinan más por el lado de los camisas rojas que por el de la oposición. Mientras tanto, los rumores de un golpe de Estado son constantes y todos se preguntan cuál será el próximo movimiento del ejército, que en principio se decantaría por el lado de los manifestantes.

Tras la violencia de los últimos días, se ha declarado una tregua en las calles con motivo del cumpleaños del rey, que cumple 86 años este jueves. Pero Suthep y sus seguidores parecen empeñados en derribar el Gobierno a toda costa, aunque no está clara su estrategia más allá de llevar las tensiones al límite para forzar al ejército a actuar.

Si se produce un golpe de Estado, ya sea militar o “judicial”, no cabe ninguna duda de que los camisas rojas no se quedarían de brazos cruzados y podría producirse otra ronda de enfrentamientos. “El pueblo está aquí, no en la universidad”, decía el sábado en el estadio de Rajamangala Thida Thavornseth, la líder de la principal organización de los camisas rojas, el Frente Unido por la Democracia y contra la Dictadura (UDD). “Si el Gobierno es incapaz de controlar la situación, será el pueblo el que actúe”.




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