El 27 de noviembre de 2013, a las 6.20 de la tarde, Silvio Berlusconi ha sido oficialmente apartado de su escaño en el Senado italiano, como consecuencia de su condena firme por delito fiscal en el marco del conocido como "proceso Mediaset". Durante al menos dos años no podrá ejercer cargo político alguno ni presentarse en ninguna lista electoral. Para un hombre de 77 años –que, sin embargo, parece seguir estando en muy buen estado de salud– una sanción tan clara, y además irrevocable, debería significar el final sin paliativos de su vida política. Pero quienes hasta el último momento han dudado de que el Senado fuera a tomar esa decisión –y en la lista de los escépticos figuran algunos de los más brillantes comentaristas políticos italianos– siguen sin tener del todo claro que este miércoles hayan concluido definitivamente las dos décadas en las que Berlusconi ha ejercido el protagonismo indiscutido en la escena política italiana.
El acto final del drama ha tenido la forma menos ejemplarizante y solemne posible. Los senadores no han votado en ningún momento la expulsión formal de Berlusconi de la Cámara, sino hasta nueve propuestas de modificación del orden del día presentadas por su partido, Forza Italia, para postergar la decisión. Antes, el debate había versado sobre si el voto tenía que ser secreto, como pedían sus partidarios, o no. Habiendo sido rechazadas todas esas maniobras dilatorias, al final, y sin declaración formal alguna al respecto, lo que ha quedado es que se debía aplicar la normativa de la Cámara y, por lo tanto, privar de su escaño a un condenado por los tribunales.
Antes de llegar a esa conclusión –obvia, pero nunca expresada–, durante más de ocho horas ha tenido lugar una interminable sucesión de intervenciones sobre cuestiones formales abstrusas, seguramente hasta para la mayoría de los senadores mismos, que no han hecho sino confirmar que el Senado italiano, aunque lo mismo valdría para la Cámara de Diputados, es una institución que está al margen no sólo de la realidad del país y de sus gentes sino que no nunca podrá servir para hacer frente a sus problemas.
Las miserias y el ridículo de la acción parlamentaria que hace 30, 40 y hasta 50 años denunciaron los grandes creadores del cine italiano de antaño se han reproducido durante los debates de este miércoles como si desde entonces la escena política italiana no hubiera sufrido sacudidas y cambios tan sustanciales como los que se han sucedido en estas dos décadas. Viendo ese espectáculo, se tendría que dar la razón al Beppe Grillo, quien dice que lo mejor que se puede hacer con ese Parlamento es cerrarlo y mandar a todos sus miembros a su casa para siempre.
Y Berlusconi es en buena medida responsable personal de ese estado de cosas. Sus prácticas políticas, su desprecio sistemático de la dignidad democrática que debe presidir la acción de los representantes políticos, sus trampas, artimañas y mentiras –muchas veces al servicio de sus intereses personales– han sido el referente, la guía para la acción de sus seguidores y también han impregnado la actuación de muchos de sus oponentes. El resultado final es el esperpento que, una vez más, ha hecho acto de presencia este miércoles.
Mientras se votaba en el Senado, Berlusconi proclamaba a las puertas de su domicilio romano que se estaba produciendo un golpe de Estado contra él. La verdad es que el golpe de Estado habría sido permitirle que siguiera en su escaño. Porque la norma es clarísima e incontestable: si un senador es condenado, habrá de dejar su cargo. El problema de Berlusconi era la sentencia condenatoria del Tribunal milanés, la primera de las muchas de las que ha sido objeto en la última década que tiene consecuencias reales, habiendo quedado las demás sin efecto en virtud de apaños jurídicos de toda índole. Berlusconi había dicho y repetido que su gran enemigo eran los jueces, que los magistrados "comunistas" habían decidido acabar con él. Lo cierto es que un grupo de jueces se ha atrevido a aplicar la ley sin arredrarse, mientras que, más allá de altisonantes declaraciones, la mayor parte de los políticos se han ido aviniendo, año tras año, a llegar a algún tipo de entendimiento con él.
Se temía que esta vez también ocurriría algo parecido. Pero la condena era innegociable. Y esa evidencia, esa expresión de que no todo está irremisiblemente perdido ni siquiera en Italia, ha terminado por imponerse al cuadro político. Empezando por su propio partido, del que un grupo significativo de cargos electos encabezado por el viceprimer ministro, Angelino Alfano, ha terminado por escindirse con el fin de apuntarse a un futuro en el que Berlusconi ya no será el jefe, el patrón indiscutible.
Pero la impresión generalizada en Italia es que el hoy depuesto senador seguirá siendo un personaje crucial de ese futuro, al menos en su horizonte previsible. Porque sigue siendo muy popular –los sondeos no registran caída alguna de sus índices- porque tiene un poder financiero formidable, porque sigue teniendo en sus manos un imperio mediático al que ninguna otra fuerza política o empresarial puede hacerle sombra. Y, sobre todo, porque no parece dispuesto a tirar la toalla.
Ahora habrá que ver si alguien se atreve a meterle en la cárcel o a colocarle en arresto domiciliario durante al menos nueve meses, que es lo que prevé la condena. Pero, termine como termine esta nueva peripecia, Berlusconi seguirá dando que hablar. Hay quien dice que incluso puede volver a presentarse a unas elecciones… y ganarlas. En todo caso, no parece que el "ventenio berlusconiano" (fue en 1993 cuando se produjo su salto a la política) haya terminado definitivamente este miércoles. O, a lo mejor, es que no es por ahora imaginable que eso haya ocurrido.