El rechazo de la derecha española (y de parte de la izquierda) a aceptar el “derecho a decidir” que reclama una mayoría de catalanes tiene que ver con el nacionalismo español (que en sí mismo no es ni mejor ni peor que el nacionalismo catalán), con una forma de entender España que no admite muchos cambios. El repetido argumento de que, puestos a decidir sobre Cataluña, todos los españoles tienen derecho a ello, no deja de ser una forma elegante de negárselo a quienes lo piden en Cataluña.
Pero sin negar ese componente nacionalista español, el asunto tiene que ver tanto o más con principios democráticos, o con la falta de estos. El problema no es solo la posibilidad de que Cataluña acabase independizándose; lo problemático es el propio hecho de que los ciudadanos decidan algo. ¿Derecho a decidir? ¿En España? ¡Pero cuándo se ha visto algo así, que los ciudadanos decidan sobre temas que les afectan!
El derecho a decidir se instaló en el discurso político catalán como un sustituto eufemístico de la autodeterminación, puesto que ésta es impronunciable entre nosotros, casi delictiva. Pero si ya no hablamos de autodeterminación (más asociada a pueblos en busca de independencia), sino de derecho a decidir, el concepto se amplía, y ya no solo lo pueden esgrimir los catalanes o los vascos, sino también los vecinos de un barrio afectados por una medida política. En mi barrio nunca sacaríamos una pancarta por la autodeterminación, pero sí nos hemos manifestado por el derecho a decidir sobre una nueva gasolinera.
Qué peligro, el derecho a decidir, deben de pensar nuestros gobernantes. Temen que pase como aquello que decía con humor negrísimo Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes: uno empieza por asesinar, después le da por robar, de ahí se pasa a la bebida, y al final es capaz de no dar los buenos días al vecino. Pues con el derecho a decidir igual: uno empieza por decidir la forma de Estado, y puede acabar pretendiendo opinar sobre una carretera que atraviesa su pueblo, que una vez se pone la gente a decidir, ya no hay quien la pare.
Que le quede claro a los catalanes de la Diada: el derecho a decidir es incompatible con la democracia española surgida de la Transición. Aquí nunca se ha permitido tal derecho, ni para decisiones grandes ni pequeñas. Y ahí incluyo a especímenes catalanes que reclaman el derecho a decidir, como Artur Mas, que quiere que sus ciudadanos decidan sobre la independencia pero no sobre los recortes sociales.
El derecho a decidir, en España, solo nos han dejado ejercerlo con trampa, como en el de 1978 para la Constitución, que era en plan encerrona: votas sí a esta Constitución con el kit completo (monarquía incluida), o volvemos a la caverna. O el de la OTAN en 1986, donde el PSOE usó artes de trilero. Quitando esos dos, y la aprobación de los estatutos de autonomía, solo recuerdo el referéndum de la Constitución Europea, y porque sabían que se ganaba por goleada.
Salvo esos pocos casos, todos los demás se han denegado sistemáticamente, cuando no perseguido, como en el caso de Ibarretxe y su plan. Cuando las mareas han pedido consultas ciudadanas por los recortes y privatizaciones, han obtenido una pedorreta en respuesta. Hace unos días, por ejemplo, nada menos que el Consejo de Ministros aprobó un acuerdo para impedir que un pueblo de Álava, Kuartango, celebrase una consulta ciudadana sobre el polémico fracking en su localidad. Qué esperaban, como si unos vecinos tuviesen algo que decir sobre una extracción de hidrocarburos que puede contaminar sus acuíferos.
Hace unos meses la capital austríaca, Viena, celebró una consulta para preguntar a sus ciudadanos si querían competir por los Juegos Olímpicos de 2028. La mayoría rechazó el proyecto, y el alcalde aceptó el resultado, aunque la consulta no era vinculante. Y el pasado lunes, los ciudadanos de Oslo hicieron lo mismo, en este caso aprobándolo. ¿Se imaginan algo así aquí? No, aquí encargan encuestas que dan un 91% de apoyo, y te ahorras el engorro de un referéndum.
Pero el derecho a decidir, como tantos otros derechos, no se pide, no se espera: se ejerce. Aunque de entrada no tenga efectos. En los últimos años, varios colectivos han organizado consultas ciudadanas por su cuenta, sin esperar a que los gobernantes les concediesen un derecho que niegan. Lo hicieron en Madrid con la privatización del agua, lo han hecho con la privatización de la sanidad, y ahora lo plantean también contra los recortes educativos. En todos los casos, el derecho a decidir se ejerce, y aunque de inmediato no tenga consecuencias (pues el resultado es ignorado por los gobernantes), a largo plazo las tendrá, claro que sí.
Pues lo mismo en Cataluña: si se lo niegan, los ciudadanos acabarán por ejercer su derecho a decidir. Aunque no tenga validez, aunque no sea legal, aunque no tenga consecuencias. Pero a largo plazo, las tendrá.